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La calle no es una solución eficiente ni digna en materia migratoria

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El mismo día de asumir el poder, el Gobierno entrante debiera empezar acciones concretas para sacar a los inmigrantes de las calles, hacia centros provisionales de acogida, donde reciban trato digno y derechos mínimos, entre ellos, atención alimentaria, de salud y derecho de existencia asegurada. Porque la migración aluvional, sin gobernanza, empuja una intensificación de la delincuencia: control mafioso del microcomercio (microcréditos usureros), distribución de espacios públicos para comercio informal (control pagado de la calle para llevarlo a cabo) y prácticas criminales de sicariato, microtráfico de drogas, juego clandestino y prostitución. La carencia de policías aptas y probas, así como de adecuados sistemas de inteligencia policial y social, tornan más grave el hecho. Nada de esto se controla solo con discursos o citas de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

La crisis migratoria de país receptor que experimenta Chile, se debe fundamentalmente a que no tiene una concepción clara sobre qué hacer o cómo actuar frente a un tema de estas características. Los gobiernos democráticos, entrampados en una lógica puramente teórica sobre su obligación de ejercer su poder con sensibilidad humanista, han puesto al país al margen de acciones frontales de control migratorio, con políticas ocasionales o declarativas, incapacidad de definir prioridades y viabilizar acciones correctivas.

Así, han creado las condiciones perfectas para que ocurra lo que hoy se vive: una crisis de seguridad humana, tanto de sus nacionales como de la mayoría de los inmigrantes.

Frente al dilema actual no sirven ni las aproximaciones o percepciones sociológicas del problema, ni el diletantismo institucional sobre la falta de información, las malas estadísticas o la incompetencia de las policías en las fronteras. El problema está en fase crítica, porque está instalado en la calle, con la multiplicación de una masa trashumante que ocupa y distorsiona el hábitat urbano de la mayoría de las ciudades del país. Pese a los múltiples discursos rimbombantes sobre la dignidad humana, todos saben que en ningún país civilizado la calle es un espacio de sobrevivencia humana digna y con derechos.

Peor aún, la calle expone a las personas al delito, como víctimas o victimarios, y del choque de culturas en la vida cotidiana, entre migrantes y nacionales, surgen las manifestaciones de xenofobia que rápidamente derivan en violencia y crisis de seguridad policial.

El país vive hoy una doble crisis de seguridad humana: una debida a sus condiciones internas de inseguridad delincuencial e informalidad económica en sus ciudades, de desigualdad, con todos los vicios que acarrea en salud, vivienda, educación y trabajo.

El nuevo Gobierno que asumirá en marzo –el que sale ya no lo hizo y nunca supo qué hacer– debiera aceptar que se requiere cumplir con urgencia extrema al menos tres tareas inmediatas, difíciles pero no imposibles de realizar, y que dependen solo de la voluntad política que tenga el Gobierno, y capacidad de coordinar mandos ministeriales, más allá del clivaje ideológico o el discurso sobre leyes nuevas, la nueva Constitución o los derechos humanos.

Primero, es urgente cerrar de manera drástica la puerta de acceso al país a nuevos inmigrantes. No se requiere ni muros ni zanjas ni nuevas leyes para hacerlo, pues existen normas jurídicas, nacionales y algunas internacionalmente aceptadas, que lo permiten de manera bastante realizable.

En segundo lugar, el mismo día de asumir el poder, empezar acciones concretas para sacar a los inmigrantes de las calles hacia centros provisionales de acogida, donde reciban trato digno y derechos mínimos, entre ellos, atención alimentaria, de salud y derecho de existencia asegurada. Todos, sin excepción.

Y tercero, el nuevo Gobierno debiera empezar de inmediato a cuantificar el volumen de la migración existente, y determinar su composición sociodemográfica real, para evaluar aproximadamente el costo de una política de normalización bajo control del Estado.

Una regla señala que lo que no se conoce no está medido, y lo no medido no se controla. El resultado inmediato es que todo es un desorden, un tanteo, y que se desperdician oportunidades y recursos, y los responsables tienen la excusa perfecta de la falta de información. Estas no son soluciones sino respuestas inmediatas, que darían la posibilidad de empezar a ordenar y controlar el problema, y utilizar adecuadamente los recursos disponibles en materia de inmigración. Pero, tal vez, lo más importante, es su carácter facilitador y coordinador de políticas.

Entre otras, servirían para fijar una posición diplomática frente al tema, y demandar y/u obtener compromisos de cooperación internacional para atender un asunto que no es solo responsabilidad del país. La ministra de Relaciones Exteriores designada por Gabriel Boric, Antonia Urrejola, que proviene del mundo internacional de los DD.HH., podría enhebrar algo central como un tema multilateral, particularmente en Sudamérica, que convoque responsabilidades tanto de los países que generan las migraciones como de aquellos que se asumen como espacios de libre tránsito, hasta los que, como Chile, son destino final y experimentan los impactos de absorción de población, gasto permanente de recursos e, incluso, de drenaje financiero de sus economías.

Sería útil, en este sentido, que el futuro ministro de Hacienda, Mario Marcel, le informara al Gobierno cuál es el cálculo que tiene el Banco Central en materia de transferencias unilaterales de los inmigrantes de Chile hacia sus países de origen.

Sacar a los inmigrantes de la calle tendría múltiples efectos positivos. Por ejemplo, que el Gobierno entre en régimen de cooperación con los gobernadores regionales, que permitiría hacer diferenciaciones prácticas y operativas en aquellas regiones que tienen acentuados los problemas. Por ejemplo, en la generación y operación de centros provisionales de acogida, que brinden un kit básico de servicios con dignidad, derechos y seguridad. Facilitaría recuperar y rehabilitar espacios urbanos, gravemente dañados durante el estallido social de 2019 y hoy en ocupación precaria, e inseguridad, por muchos inmigrantes y en muchas partes. Permitiría empezar a empadronar socialmente la inmigración y separarla de los riesgos de informalidad y brotes de delincuencia a que se haya expuesta la inmigración. Y, por supuesto, ganar eficiencia policial presencial, y que la gente vea que se está haciendo algo.

Cada ola migratoria refleja las condiciones políticas y sociales de los países de origen, sea que estas provengan de violencia política, crisis económicas o sociales con pobreza extrema, o crisis integrales de “Estados fallidos”. Hoy, la migración se considera un derecho humano, que exige políticas públicas integrales y criterios objetivos de ingreso y de permanencia en el país. Pero esto último es un proceso, cuyo resultado no es una obligación a priori, menos aún en situaciones excepcionalmente masivas.

Es indiscutible que la avalancha migratoria que se ha producido en el país obliga a la aplicación de normas humanitarias. Pero, dentro del proceso de admisión, también pueden existir medidas de orden público excepcionales, como las descritas más arriba y que hace más de un año planteamos en otro editorial.

La calle no es una solución eficiente ni digna en materia migratoria

La militarización o la expulsión indiscriminada de inmigrantes no es una solución adecuada para un país democrático. Pero tampoco lo es responder, a los requerimientos de orden y seguridad que se generan, solo con proyectos de ley o discursos sobre la ética de la solidaridad, que la realidad desmiente de manera dramática.

El país vive hoy una doble crisis de seguridad humana: una debida a sus condiciones internas de inseguridad delincuencial e informalidad económica en sus ciudades, de desigualdad, con todos los vicios que acarrea en salud, vivienda, educación y trabajo; y una crisis de seguridad humana específica por la pandemia del COVID-19, cuyas variaciones amenazan día a día un sistema de salud nacional agotado por falta de cobertura y acceso, y la calidad de sus prestaciones.

La migración aluvional sin gobernanza empuja una intensificación de ambas crisis. La delictual no es el resultado de la migración, sino que esta acentúa la mácula criminal. La infiltración criminal de la migración para prácticas de control mafioso del microcomercio (microcréditos usureros), de distribución de espacios públicos para comercio informal (control pagado de la calle para llevarlo a cabo) y prácticas criminales de sicariato, microtráfico de drogas, juego clandestino y prostitución, ya operan en las principales ciudades. La carencia de policías aptas y probas, así como de adecuados sistemas de inteligencia policial y social, tornan más grave el hecho. El COVID-19, en todas sus variantes, es pandemia universal, y sus vectores principales son las personas, sobre todo las que se encuentran en carencia de legalidad y salud. Nada de todo esto se controla solo con discursos o citas de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

Fuente: elmostrador.cl


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