En El Salvador, las madres de migrantes desaparecidos están muriendo sin tener respuestas sobre sus hijos y sin medidas de reparación. Esto, en un país que hace poco o nada por apoyar esa búsqueda, es la regla: morir con incertidumbre y heridas abiertas.
Por Doris Rosales
El 14 de octubre del 2021, a las 4:30 de la tarde, Josefina Henríquez falleció en su habitación. El doctor hizo saber a la nieta que la muerte había sido consecuencia de la diabetes tipo 2 e hipertensión arterial crónica con infarto agudo. Las madres que buscan, dirá más adelante una madre que busca, suelen padecer ese tipo de enfermedades. Josefina tenía 79 años y no sabía nada de su hija, una migrante desaparecida, desde 2006.
Antes de dormir, Blanca Henríquez, la hija de Josefina, se acercó a Esmeralda y la abrazó. Era 2006. El abrazo, se enteraría Esmeralda más tarde, era de despedida. Blanca había decidido migrar a Estados Unidos, pues su expareja, un hombre violento, la acosaba. Pero no le contó sus planes a su hija, que para entonces tenía 14 años: “Ese día salió a la misma hora que se iba a trabajar. Se fue temprano y prácticamente recuerdo que solo me dio un beso y me volví a dormir. Bueno, yo la esperaba en la noche, pero no llegó. Y cuando le pregunté a mi abuela, ella me dijo que no, que ya no iba a volver”.
La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) señala que entre 2014 y 2022 se ha registrado la muerte y/o desaparición de más de 5 mil personas migrantes en Costa Rica, El Salvador, Guatemala, México, Nicaragua y Panamá. Así lo consigna el boletín de “Los derechos humanos de las personas migrantes en México y América Central”, en el que también se señala que, en el mismo periodo, el Banco de Datos Forense de Migrantes no Localizados registró 392 casos de migrantes salvadoreños “no localizados”. Quienes se caracterizan por buscar a estas personas, señala el Movimiento Migrante Mesoamericano, son las madres.
16 años antes de morir, Josefina atendió el teléfono. Era su hijo. Le llamaba para decirle que Blanca, su otra hija, estaba desaparecida, que el coyote la había dejado sentada en una piedra en Mexicali para que descansara y que, cuando volvió a buscarla, ella ya no estaba. Más tarde, una hondureña que viajaba con Blanca les contó que uno de los guías se la había llevado. Luego de la desaparición, el hermano de Blanca recibió una llamada en la que le pedían dinero por su rescate.
“Eran, supuestamente, los que la tenían cautiva. Mi tío les dijo que quería evidencia para saber que ellos la tenían. Solo le respondieron que se conformara con saber que estaba viva y colgaron. Luego llamaron al teléfono de mi abuela. Al principio, solo se escuchaban botellas, pero después escuchó la voz de mi mamá. Solo oía que ella decía ‘ya basta’. Desde ese día, mi abuela no dejó de buscar a mi mamá”, cuenta Esmeralda mientras sostiene una foto en la que aparecen ella, su hija bebé y su abuela Josefina.
El Proyecto Migrante Desaparecido, de la OIM, registró durante 2021 que 13 salvadoreños migrantes fallecieron en América del Norte y 10 en América Central.
Josefina comenzó la búsqueda de su hija cuando el presidente de El Salvador era Elías Antonio Saca (2004-2009); la continuó durante el gobierno de Mauricio Funes (2009-2014); siguió tocando puertas en la gestión de Salvador Sánchez Cerén (2014-2019) y murió sin encontrar a su hija mientras Nayib Bukele está en el poder. Durante cuatro quinquenios, ningún gobierno, ni de los de izquierda ni de los de derecha, le apoyó en su búsqueda. Tampoco le brindaron medidas de reparación.
— En sus reuniones, ustedes hablan sobre la posibilidad de no encontrar vivo a su familiar desaparecido. ¿Hablan también de la posibilidad de que una madre muera antes de encontrar a su hijo?
— No lo decimos. La mayoría no lo expresamos, yo no lo hago. En nuestro corazón siempre está la esperanza de que lo vamos a encontrar. Pero la desaparición de los hijos ha generado enfermedades crónicas en muchas madres. Muchas tienen diabetes, hipertensión o cáncer. Eso sí, por muy enfermas que estemos, el amor por los hijos hace que nunca dejemos de buscarlos.
Anita Zelaya es una de las fundadoras del Comité de Familiares de Migrantes Fallecidos y Desaparecidos (Cofamide). Mientras habla, sostiene en sus manos la foto de su hijo Rafael Rolin Zelaya, que desapareció cuando tenía 23 años, en el 2000. Ahora, luego de años buscando, dice, puede hablar sin que se le quiebre la voz. También puede acompañar los procesos de búsqueda de otras madres sin que eso, la carga emocional que supone, la rompa. Ha participado en las caravanas de madres que viajan a México y ahí terminó de entender, cuenta, que el muro más grande con el que se topan, a diario, las madres que buscan es la insensibilidad de los gobiernos.
— ¿Y qué significa para ustedes, las madres organizadas, saber que hay mujeres que, pese a dedicar sus vidas y sus recursos, están falleciendo sin acceso a la verdad, justicia y reparación?
— Para nosotras es bien difícil ver cómo se van consumiendo por las enfermedades sin saber nada de sus hijos… Sabe, quizá sea una buena idea que las madres deleguen en vida a alguien que siga buscando a su familiar cuando ellas mueran.
En El Salvador, la Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho acompaña 42 denuncias presentadas ante el Mecanismo de Apoyo Exterior (MAE), que es un conjunto de medidas, instituciones humanitarias y entidades gubernamentales de diferentes países que buscan facilitar que los y las migrantes y sus familiares puedan acceder a la justicia. Así, representa a 43 víctimas y a 113 familiares. Entre octubre de 2021 y julio de 2022, la Fundación registra que cuatro familiares de personas desaparecidas han fallecido. Tres de ellos, mujeres que buscaban a sus hijos.
Para esta nota se buscó la postura del Ministerio de Relaciones Exteriores, a través de su Directora de Comunicaciones, pero no hubo respuesta. También se solicitó la entrevista a través del número fijo de comunicaciones y tampoco se atendió la petición.
Esmeralda perdió a sus dos madres. A Blanca, que la parió y que lleva 16 años desaparecida, y a Josefina, su abuela, que la crió y que cuando supo que le quedaba poco tiempo de vida le delegó la búsqueda de Blanca. “Me decía, ‘yo ya no puede encontrarla, ya no puedo. Te quedás tú al frente de la búsqueda de tu mamá y de colaborar en todo lo que te pidan para que se esclarezca el caso’. Cada vez que ella lo decía, esas palabras me dolían mucho”, relata Esmeralda luego de extender sobre una mesa, cubierta con un mantelito de recuadros rojos, más fotos de su abuela y de su mamá: ambas con cabello negro, liso, ojos pequeños, piel blanca y sonrisa medida. Las personas que conocieron a Josefina coinciden en que la mejor forma de describirla es decir, con ternura, que “era un amor”.
El padre de Blanca nunca se interesó en su búsqueda, recuerda Esmeralda. Él falleció años antes que Josefina.
Son las madres las que siguen buscando cuando la familia pierde la esperanza, enfatiza Claudia Interiano, coordinadora regional para Centroamérica de la Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho. También explica que lo que hace que otros familiares desistan es saber que se enfrentan con un sistema que no se ocupa realmente de hacer la búsqueda y procurar el derecho a la verdad. Según la OIM, Centroamérica tiene pocas instancias oficiales que se encargan de investigar, recopilar y sistematizar datos acerca, por ejemplo, de fallecimientos de personas migrantes. Y, ante este vacío, reconoce que son las organizaciones de la sociedad civil los actores clave en el acompañamiento de las familias de personas migrantes desaparecidas.
En El Salvador, son las madres de migrantes desaparecidos las que ayudan a otras a buscar a sus hijos.
A las madres salvadoreñas que buscan, dice Anita, las conocen más las autoridades en México que en su país. “Yo creo que nos han atendido más allá, aunque sea por hacer el teatro, que aquí. Y así como están las cosas en El Salvador, a veces hasta nos da miedo hablar. Eso, ahora, es otro reto para nosotras”, agrega.
Para asistir a las reuniones del comité de búsqueda y a los talleres, Josefina tenía que recorrer una hora en el bus de la ruta 79. A veces, porque no había qué, salía sin desayunar. En una de esas ocasiones, cuando tenía 76 años, llegó al taller con la piel del brazo desgarrada. Se había caído del bus y, aun con los golpes, procuró llegar puntual a la sesión. Era, dice Esmeralda, “una guerrera” que, si hubiera contado con recursos, habría ido a buscar a su hija hasta México: “Mi viejita fue a todas las instituciones y organizaciones. Ella no descansaba”.
La búsqueda de su hija no era lo único que preocupaba a Josefina. También la agobiaba saber que estaba a punto de perder la casa en la que vivía con Esmeralda y sus dos bisnietos. Desde que Blanca se fue y desapareció, ya no tenía forma de pagarla. Para este caso, fueron también las organizaciones las que le apoyaron con las gestiones para hacer el proceso de muerte presunta y que pudiera conservar su hogar. Las organizaciones como la Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho no suelen atender ese tipo de situaciones, pero sabían que era muy difícil para Josefina, que para entonces ya estaba muy enferma de hipertensión, diabetes y colitis, buscar justicia para su hija sabiendo que estaba a punto de quedarse también sin un techo.
“Una de las madres que ya falleció decía en los talleres ‘ay, Dios, yo ya no voy a encontrar a mi hija, porque así como estoy, ya me voy a ir’. Y hay señoras que son mucho más mayores que ella, y que viven con el miedo presente de irse sin conocer qué pasó, así sea saber si han fallecido. Porque esto sí es algo que lo dicen con más frecuencia cuando están muy mayores: ‘mire, licenciada, aunque sea que esté muerto, yo con saber, con poder enterrarlo y llevarle las flores o hacerle una misa, me voy tranquila’”, explica Interiano.
Fuente: laprensagrafica