Organizaciones dedicadas al estudio y defensa de los derechos humanos y a la migración venezolana detectan un nuevo perfil de movilidad durante la pandemia: la salida de familias completas o extendidas que incorporan a sobrinos, suegros e incluso vecinos.
El Centro de Derechos Humanos de la Universidad Católica Andrés Bello es uno de los primeros en registrar esta nueva tendencia que se produce principalmente hacia Colombia y Ecuador, a pesar del cierre de las fronteras y las restricciones impuestas por el coronavirus.
La investigadora Ligia Bolívar, socióloga especialista en temas migratorios y responsable del hallazgo, explica a Efecto Cocuyo que el recrudecimiento de la emergencia humanitaria compleja empuja a grupos familiares al éxodo.
“Las personas volvieron a Venezuela porque no tienen una red de apoyo familiar ni institucional en los países de acogida, pero regresaron a un país mucho más deteriorado que el que dejaron. Cualquiera que vive en Venezuela sabe que las remesas rinden cada vez menos, estamos frente a un doble proceso inflacionario, incluso en moneda extranjera, y se está dando la tendencia de que salen familias completas”, expone.
La presencia de niños, niñas y adolescentes sin acompañantes que huyen del hambre y las precarias condiciones de vida también fue documentado por Bolívar: “Nos basamos en información que nos comparten organizaciones que trabajan con este sector de la población y que nos dicen que están recibiendo a menores no acompañados que están siguiendo hacia Ecuador o Perú, y lo vimos en los recorridos que hicimos. Hay muchas motivaciones desde sentirse responsables por la carga familiar hasta huir de maltrato familiar. La gran paradoja es que en un momento en el que las fronteras están cerradas y hay una pandemia, hay más movimiento”.
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De acuerdo con el estudio titulado Caminantes de ida y vuelta del centro de Derechos Humanos, Migración Colombia estimaba, a comienzos de julio de 2020, que por cada venezolano ingresaría una persona adicional a ese país, pero el patrón de movilidad que se está produciendo rompe con estas proyecciones.
La fundación de asistencia humanitaria Tempus reporta cuatro personas por cada venezolano que se devolvió a ese país después de haber retornado a Venezuela a comienzos de la pandemia. “Encontramos grupos familiares, algunos muy grandes de 8 a 10 integrantes. Incluso grupos de vecinos”, señala Adriana Parra, directiva de Tempus.
El Servicio Jesuita de Refugiados en Tulcán, Ecuador, comenzó a documentar el ingreso de más grupos familiares en condiciones muy precarias y sin recursos desde finales de noviembre de 2020. Estas familias se encuentran, además, con una frontera militarizada y deben pagar a algún coyote para que las ayude a pasar o arriesgarse a hacer el peligroso recorrido por su cuenta.
El director del Servicio Jesuita de Refugiados de Venezuela (SJR), padre Eduardo Soto, confirma que se han modificado completamente los patrones de emigración. “Al principio eran hombres jóvenes que se iban solos, luego parejas jóvenes con un hijo o mujeres embarazadas, en 2020 vimos los retornados y ahora esos retornados vuelven a salir acompañados de sus familiares”, afirma.
En su opinión, son varias razones las que explican este fenómeno: “La persona que retorna ya conoce la ruta, tiene contactos y tiene ubicadas oportunidades de trabajo, por eso se arriesga a llevarse a sus hijos o padres. El otro factor es el recrudecimiento del ejercicio autoritario del poder en Venezuela, la percepción es que la situación política no va a producir ningún cambio, las sanciones van a seguir existiendo y las restricciones económicas y ciudadanas van a aumentar”.
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El cierre de las fronteras, a consecuencia del coronavirus, también cambió las rutas usadas por los venezolanos que se ven forzados a emigrar. Los pasos fronterizos desde el estado Zulia, por el municipio Guajira, o Apure por Guasdualito y El Amparo, localidades cercanas al río Arauca que delimita con Colombia, comenzaron a ser más usadas, según el SJR.
El reflujo
Se calcula, por estadísticas de Migración Colombia, que aproximadamente 150 mil venezolanos retornaron de Colombia a Venezuela, lo que representa 2,7% de la población que salió del país y que alcanza los 5,5 millones.
Pero estos retornados están emprendiendo una segunda salida que es denominada por el Centro de DDHH de la Ucab como “el reflujo”. Las travesías se hacen en condiciones de mayor precariedad porque, debido al cierre de las fronteras, se ven obligados a tomar trochas y caminos no autorizados en los 2.100 kilómetros de frontera con Colombia dominados por grupos armados ilegales y bandas delincuenciales que cobran, según Amnistía Internacional, más de 30 dólares para permitir el paso.
A las restricciones de movilidad impuestas para contener la pandemia, se suma la escasez de gasolina que afecta a Venezuela y obliga a los caminantes a iniciar su trayecto entre 300 y 1000 kilómetros antes de llegar al límite con Colombia y Brasil.
Los venezolanos están iniciando su recorrido a pie desde Barinas, Valencia, San Felipe, Caracas y Puerto La Cruz, según el estudio Caminantes de ida y vuelta.
El coordinador del centro de derechos humanos del centro Gumilla, padre jesuita Alfredo Infante, sostiene que la emigración tuvo un impacto significativo en los barrios y zonas populares del país, desde 2016, porque provocó el debilitamiento del tejido social (médicos, docentes y demás profesionales se fueron del país) y generó una especie de segregación determinada por el acceso al dólar.
La pandemia, apunta el experto en temas migratorios, redujo el envío de remesas, lo que se traduce en más empobrecimiento de las familias y dependencia de los subsidios del Estado. El desempleo motivó el retorno de los venezolanos que dependían del ingreso diario, en la economía informal, para sobrevivir.
“En las comunidades hubo un retorno, pero muchos se encontraron con los señalamientos de bioterroristas que hacían altos funcionarios del Gobierno, luego les costó insertarse en la dinámica económica del país una vez que habían experimentado otras dinámicas donde la gente puede ser más solvente a pesar de que como migrantes trabajan en condiciones precarias. El malestar de quienes retornaron tiende a ser más profundo en ese sentido”, afirma.
“Regresaron al territorio sin una vocación de permanencia, lo hicieron para guarecerse en casas de familiares y luego volver a salir como efectivamente está ocurriendo una vez se ha flexibilizado el trabajo en países como Colombia, Chile, Ecuador o Perú porque las condiciones estructurales en Venezuela siguen depauperadas”, responde el director del Centro de Derechos Humanos de la Ucab, Eduardo Trujillo.
En consecuencia, la presencia de grupos vulnerables como mujeres embarazadas, niños, adolescentes y adultos mayores son cada vez más frecuentes en estos flujos de personas.
Militarización de las fronteras
El COVID-19 se ha convertido en una excusa para que distintos gobiernos, amparados en decretos de estados de excepción repriman con menos rendición de cuentas, advierte la directora para las Américas de Amnistía Internacional, Carolina Jiménez Sandoval.
La defensora de derechos humanos cuestiona la decisión tomada por los gobiernos de Perú y Ecuador de militarizar sus fronteras, pues subraya que los venezolanos son personas con necesidad de protección internacional, según establece la Declaración de Cartagena (de 1984).
Luego de que se desplegaran vehículos tácticos y funcionarios del Ejército se produjo un incidente que acaparó la atención de la prensa internacional: uno de los uniformados disparó al aire para contener el paso de los migrantes, en su mayoría, venezolanos que buscaban refugio.
“Cuando se recibió la noticia de la militarización de la frontera entre Perú y Ecuador, una de las cosas que documentamos fue que cuando un funcionario disparó al aire lo hizo en presencia de familias y niños, algo que no debió ocurrir porque la gestión migratoria no debería estar coordinada por las Fuerzas Armadas de un país. Nos preocupa el mensaje que la militarización de la frontera envía de menos protección”, rechaza Jiménez.
La especialista en Relaciones Internacionales atribuye a la desesperación la decisión que toman las familias venezolanas de salir en grupos: “Creo que está la percepción de que, en la medida en que militaricen las fronteras, más difícil será para el resto de la familia irse”.
Jiménez compara este patrón con el que ocurre en el llamado Triángulo Norte de Centroamérica (conformado por Guatemala, Honduras y El Salvador), donde hay una propensión por migrar en caravanas. “Esto es una estrategia de protección porque los caminos y rutas que deben transitar son cada vez más riesgosas y, en el contexto, del COVID-19 los peligros aumentan”, expone.
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Destaca que la Organización de Naciones Unidas debe exhortar a los gobiernos de la región a acelerar la integración y protección de los venezolanos. “Cuando uno ve lo ocurrido entre Perú y Ecuador uno se da cuenta de que fue una cooperación muy rápida y en muy poco tiempo el refuerzo militar en esa frontera estaba garantizada. Cuando se trata de asegurar políticas de contención de la migración, la coordinación entre estados es eficiente, desgraciadamente no vemos la misma rapidez ni voluntad política para coordinar mecanismos de protección”, critica.
El abogado y coordinador del Centro de Derechos Humanos de la Ucab, Eduardo Trujillo, considera que uno de los derechos más vulnerados de la diáspora venezolana es el de protección internacional.
“Esta es una crisis de refugiados, la podemos tratar con el eufemismo de migrantes forzados, porque políticamente así ha resultado conveniente para los estados. Pero esto es una crisis de refugiados”, subraya.
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Explica que una de las razones por las que no se califica la crisis venezolana como una de refugiados es porque la mayoría de los recursos de ayuda irían para la Agencia de la ONU para los Refugiados y otras agencias, como la Organización Internacional de Migraciones, también necesitan recursos.
El otro motivo es que si los estados la califican como una crisis de refugiados entonces tendrían que acelerar los procesos de reconocimiento de la condición de refugiados y eso generaría mayores costos políticos y económicos “que los gobiernos no quieren asumir”.
A su juicio, se debe fortalecer la atención humanitaria en las rutas de tránsito y generar políticas que den protección y que permitan la integración de esa población en los países de acogida.
Fuente:Efecto Cocuyo