Por José León Toro Mejías
Los refugiados son personas que han tenido que salir de sus países de origen porque su vida, seguridad o libertad estaban en peligro por motivos de raza, religión, nacionalidad, opinión política o pertenencia a un grupo social. Así lo define la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 y su Protocolo de 1967, que son los instrumentos internacionales que regulan la protección de los refugiados en el mundo.
Pero hay otras situaciones que también pueden obligar a las personas a huir de sus países, como la violencia generalizada, la agresión extranjera, los conflictos internos o la violación masiva de los derechos humanos. Estas situaciones pueden afectar a grupos o sectores amplios de la población y perturbar gravemente el orden público. Por eso, en 1984, los países de América Latina adoptaron la Declaración de Cartagena sobre los Refugiados, que amplió la definición para incluir a estas personas y reconocer los desplazamientos forzados en la región.
En América Latina y el Caribe hay cuatro países que expulsan a sus nacionales por estas causas: Cuba, Nicaragua, Haití y Venezuela. Esas personas buscan refugio en otras naciones de la región, que les ofrezcan protección, asistencia y soluciones duraderas, y en donde muchos han demostrado su solidaridad principalmente con la migración venezolana que por su número y tiempo en que se dio sacudió los sistemas de atención, sobre todo en Colombia, Perú, Chile, Ecuador, Brasil y Argentina; países que se enfrentan a grandes desafíos para responder a las necesidades humanitarias y de integración de esta población.
Según la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes (R4V), que es una iniciativa de las Naciones Unidas y otras organizaciones, el número de refugiados y migrantes de Venezuela en el mundo es de 7.320.225 hasta el 11 de junio de 2023. De ellos, 6.136.402 se encuentran en América Latina y el Caribe, siendo Colombia, Perú, Estados Unidos, Ecuador y Chile los países que albergan a más venezolanos.
Esta cifra representa casi el 20% de la población nacional y es el mayor flujo de personas refugiadas y migrantes en la historia de la región. Se calcula que unos 179.203 llegaron a Argentina que tiene una legislación robusta en derechos humanos y migración: La Ley General de Reconocimiento y Protección al Refugiado Nº 26.165 regula la protección, asistencia y búsqueda de soluciones para las personas refugiadas y solicitantes de refugio, de acuerdo con los instrumentos internacionales sobre refugiados y los derechos humanos. La Ley de Migraciones Nº 25.871 reconoce la migración como un derecho humano y establece los principios de igualdad y no discriminación, integración social, reunificación familiar, regularización migratoria y acceso a la salud, la educación y el trabajo para las personas migrantes.
Sin embargo, los procesos que se desprenden de estas leyes en muchos casos son lentos o en las oficinas tienen errores materiales que suelen ser verdaderas barreras para el acceso a derechos de las personas que están en trámite de regularización o solicitud de refugio.
Uno de los casos más emblemáticos y especiales es el de las 6800 niñas, niños y adolescentes venezolanos que llegaron en la oleada migratoria de 2018 a 2020. Su entrada se dio con la disposición 520 del año 2019, que autorizó el ingreso al territorio nacional de familias con niños cuyos documentos eran solo partidas de nacimiento. Esta falta de documentos no fue por capricho de las familias, sino porque en Venezuela la cedula de identidad la expiden después de los nueve años de nacida una persona y sobre el pasaporte, no les entregaron por múltiples excusas que argumentaban. Aunque la disposición 520 solucionó la entrada al país como forma de protección a los derechos fundamentales, no resolvió su radicación. Por lo tanto, la mayoría de estas familias se convirtieron en solicitantes de refugio.
El protocolo de refugio es largo y tedioso, y pese a que había recomendaciones del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), no hubo reconocimiento del estatus de refugiados por parte de la República Argentina. Por lo cual, al entrar el nuevo gobierno tenía un problema entre manos que debía resolver por obligación de permitirle el acceso a derechos a esta población tremendamente vulnerada.
Para tales efectos emitió en 2021 la Disposición 1891, que aprueba el “Régimen Especial de Regularización para Niños, Niñas y Adolescentes Migrantes Venezolanos” permitiendo de manera temporal la regularización con documentación vencida o inexistente, siempre que estén acompañados por un adulto responsable que acredite su identidad y nacionalidad, ambas disposiciones, reconocen la situación de vulnerabilidad y riesgo que atraviesan los niños, niñas y adolescentes, así como el principio del interés superior del niño consagrado en la Convención sobre los Derechos del Niño y en la Ley N° 26.061 de Protección Integral de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes. Además, facilita el acceso a los derechos humanos fundamentales, como la educación, la salud, la seguridad social y la participación ciudadana. Sin embargo, estas disposiciones tienen una vigencia temporal y excepcional, por lo que no ofrece una solución definitiva ni integral al problema del acceso a derechos a este grupo poblacional; Asimismo, no contempló las dificultades prácticas y operativas para cumplir con los recaudos legales que implicaría la actualización de dicha documentación en territorio argentino, ni estableció canales de gestión o asesoramiento para los migrantes. Tampoco contempla el reconocimiento del estatus de refugiado o solicitante de asilo a los migrantes venezolanos que cumplen con los criterios establecidos por el derecho internacional humanitario y los derechos humanos.
Faltan solo unos meses para vencer el plazo de vigencia del régimen especial, las familias vuelven a las oficinas de migración para reactivar sus solicitudes de refugio o solicitar nueva regularización. El problema es que muchas familias no pueden presentar los documentos de su país de origen, porque no registraron su salida y porque no tienen los recursos económicos para obtenerlos.
El pasaporte venezolano es uno de los más caros de la región, con un costo que puede superar los 300 dólares americanos. Pensemos además, que si la persona vive en provincias, debe sumar el costo de movilidad, alojamiento y comida. Estas realidades fueron omitidas o subestimadas por los decisores, que no consideraron la posibilidad real de las familias migrantes. Por lo tanto, la temporalidad de las disposiciones lo que ha hecho es postergar el problema sin ser una solución efectiva.
También está el criterio de los funcionarios en las oficinas que le aportan al estrés de los migrantes. Por ejemplo, en la oficina de Posadas una funcionaria mencionó: “como Venezuela se arregló, ahora deben traer todos los documentos”. Estas actitudes son barreras que menoscaban y entorpecen la posibilidad de que este grupo de niños refugiados acceda al goce pleno de sus derechos. Mientras tanto, las familias están con un alto nivel de frustración y esperando cuáles serán las decisiones de los responsables de Migraciones. Esperamos una solución desde una perspectiva humanitaria y con enfoque en el interés superior del niño que garantice de una vez por todas, el goce de sus derechos a estos niños.
JLTM