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La vida cotidiana congelada por la destrucción de los terremotos de Turquía y Siria

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Un niño junto a su madre en unas instalaciones para acoger a las víctimas del terremoto en Turquía, en febrero de 2023.MURAT KOCABAS / ZUMA PRESS / CONTACTOPHOTO (MURAT KOCABAS / ZUMA PRESS / CON)


 

De los cuatro millones de personas sirias refugiadas, la mitad han sufrido directamente el impacto de los seísmos. La situación en la región turca más afectada es de emergencia grave. Son territorios donde las condiciones previas a los sismos ya eran precarias

“Huir de una guerra para venir a morir en un terremoto”, me comentaba Saif Abukeshek, voluntario de Farmamundi, desde el coche mientras un equipo del Fons Català de Cooperació cruzábamos la provincia de Hatay, en el sur de Turquía. Es una de las zonas más afectadas por los terremotos del 6 de febrero, que impactaron también en Kurdistán y en el norte de Siria. Saif hablaba de todas las familias refugiadas que abandonaron Siria por la guerra civil —que ya dura 12 años— y que ahora se ven doblemente castigadas por el sismo que las ha dejado, de nuevo, sin un hogar. Se calcula que de los cuatro millones de personas sirias refugiadas, la mitad han sufrido directamente el impacto de los terremotos.

“Cuando ocurrió el terremoto estábamos superasustados. No sé cómo explicarlo, fue duro. Llovía y la gente estaba llorando, nos escondimos dentro de un coche hasta la mañana siguiente”, me explica Ammar Naasan, refugiado sirio en Turquía desde 2011, sentado delante de la tienda de campaña donde vive su familia de seis, en el campo de refugiados Maan, en el distrito de Antakya. “Estamos entrando en la época de verano, necesitamos nevera, un ventilador… la comida se pone mala por culpa del calor, también necesitamos productos de higiene”, añade.

Cuando ocurrió el terremoto estábamos superasustados. No sé cómo explicarlo, fue duro. Llovía y la gente estaba llorando, nos escondimos dentro de un coche hasta la mañana siguiente

Ammar Naasan, refugiado sirio en Turquía

El paisaje en el sur de Turquía es inquietante: campamentos de personas desplazadas cada cuatro pasos, edificios en pie, edificios en ruinas o edificios siendo demolidos. Lo que más sorprende son las tiendas plantadas informalmente al lado de la carretera, como si se tratara de una decisión espontánea.

“Nuestra vida dio un vuelco de repente, fue como irse a dormir en el cielo y despertarse en el infierno”, reconoce Walid Antar, refugiado sirio en el campo de Kuçukdalyan 1, también en Antakya.

Según datos de la OCHA (Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios), se estima que 1,6 millones de personas aún viven en campos informales sin las necesidades básicas cubiertas. De hecho, es una sensación compartida al viajar por la provincia de Hatay. Hay poco movimiento humanitario.

Sin embargo, nos reunimos con algunas de las organizaciones que siguen trabajando en el terreno, como ONSUR y Action for Humanity, formadas por la diáspora siria. Ambas trabajan en materia de refugio, salud, higiene, educación, seguridad alimentaria y medios de vida, con un foco especial en el noroeste de Siria, donde las afectaciones han sido más graves.

Lo que queda después de los terremotos

En la ciudad de Antakya, con una población aproximada de 200.000 personas antes del terremoto, hay solares con escombros que son el testimonio de los edificios que cayeron o que ya han empezado a ser demolidos por riesgo de caída. “El 70% de los edificios son insalvables”, me explica Saif. Entre las ruinas, tres meses después, aún hay restos de objetos que recuerdan que en ese espacio destruido había vida: zapatillas, ropa, mantas… Paseando entre los edificios que aún se mantienen en pie, percibo un olor fuerte, a ratos disimulado por el fuerte viento y por nuestra falta de conocimiento, pero me explican que es olor a muerte.

Muchas casas siguen llenas de cosas, y puede que aún quede algún cuerpo. La vida cotidiana congelada por la destrucción. Cortinas al viento que sobresalen de los balcones arrancados, sofás que se asoman al vacío, tuberías rotas, lámparas aún colgadas en el techo… La vida parada en un instante.

El paisaje en el sur de Turquía es inquietante: campamentos de personas desplazadas cada cuatro pasos, edificios en pie, edificios en ruinas o edificios siendo demolidos

Mirando al cielo sin cesar, analizando los desperfectos de los edificios, casi como si se tratara de una exhibición irreal —espeluznantemente frío, el cerebro tarda mucho en concebir la realidad, en procesarla y entenderla—, me llama la atención un cuarto piso sin ventanas con una litera de madera a punto de caer. ¿Los niños o niñas que habitaban ese espacio estarán a salvo? ¿Vivirán en tiendas o habrán conseguido irse con algún familiar a otra ciudad? ¿Y sus padres? Preguntas sin resolver.

“Hay un grave problema con las criaturas que se han quedado huérfanas”, explica el coordinador del campo de desplazados Maan, en la ciudad de Reyhanli. Los intentan poner en contacto con su familia extendida, pero mientras tanto no parece haber ninguna protección específica. En pocos días, junto al equipo con el que viajo nos damos cuenta de todas las capas de necesidades que hay en esta emergencia.

Consecuencias a largo plazo

La situación en la región es de emergencia grave. Se trata de unos territorios donde las condiciones previas a los sismos ya eran, de por sí, precarias. La asistencia a la población en Turquía está coordinada por AFAD, el Ministerio del Interior de Gestión de Desastres, que trabaja con las organizaciones locales e internacionales para dirigir la ayuda donde es más necesaria.

Intentando cruzar por el paso de Al Hamam de Turquía a Siria, sin éxito, intercambiamos unas palabras con Mahmoud Hafar, jefe del Consejo Local de Jindires. “En un minuto, 1.000 familias se quedaron sin casa en la ciudad y 250 edificios cayeron”, explicaba alarmado. “Hay 7.500 familias viviendo en campos. ¿Qué pasa con los niños? ¿Qué pasa con las mujeres? Necesitan protección. Además, hay cólera en Siria y se puede extender muy fácilmente por los campos”.

Esta es una emergencia compleja en la que convergen la geopolítica, la violencia y una capa de múltiples necesidades, pero una cosa queda clara después de esta visita: las personas que están dando respuesta a la crisis humanitaria también son víctimas de los terremotos, también han perdido a familiares y amigos, y también, en algunas ocasiones, han tenido que huir de sus casas.

Fuente: elpais.es


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