Antonia Lara , Javiera Quezada , Francisco Jiménez Aguayo , Jorge Cabrera Correa
Este artículo se propone exponer resultados de investigación sobre los malestares subjetivos que aquejan a mujeres migrantes latinoamericanas y caribeñas en Santiago de Chile, a partir de la experiencia de talleres de promoción de salud mental llevados a cabo entre los años 2016 y 2019, por equipos de psicólogos/as de las Universidades Católica Silva Henríquez y Academia de Humanismo Cristiano. La experiencia y conocimiento acumulado en los años de implementación de los talleres, llevó a los equipos a preguntarse: ¿cómo expresaron las mujeres migrantes participantes de los talleres sus malestares y a qué problemáticas psicosociales estaban referidas? La indagación realizada en torno a estas interrogantes, cuyos resultados aquí presentamos, busca aportar al campo de los estudios sobre migración femenina en la región latinoamericana, específicamente a las problemáticas sobre salud mental de mujeres migrantes. Para nuestros fines, circunscribimos el ámbito de la salud mental en los fenómenos de la vida cotidiana, es decir, se dejan fuera las manifestaciones psicopatológicas, y en relación con las problemáticas psicosociales. En términos generales, estas problemáticas hacen referencia a las relaciones e interacciones con la sociedad de llegada (en Santiago de Chile), así como a los ámbitos familiares (en países de procedencia), considerando el impacto nocivo que tienen las relaciones desiguales de género, clase, etnonacionales y etnoraciales en la subjetividad. A través de la Sistematización de Experiencia (Ghiso, 2011; Cifuentes-Gil, 2021)1, se analizó el material producido en los grupos focales realizados con los equipos que implementaron los talleres. Lo anterior, fue puesto en diálogo con los registros que se tenían de lo expresado por las mujeres en los talleres realizados durante cuatro años (del año 2016 al 2019) y lo dicho en las entrevistas semiestructuradas realizadas con cinco de las mujeres participantes. Así, se consideraron tanto fuentes primarias (grupos focales y entrevistas), como fuentes de información secundaria (registro en cuaderno de notas de las verbalizaciones de las mujeres en los talleres). De tal modo, se construyó un corpus que incluyó tanto la voz de los equipos implementadores de los talleres como de las mujeres participantes. A partir de lo anterior, se describe el impacto que tiene en ellas, en términos de malestares expresados, las problemáticas psicosociales que enfrentan en su inserción a Chile.
Respecto a los flujos migratorios que fueron llegando a Chile a partir del retorno a la democracia a mediados de la década de los noventa, estos se caracterizaban por provenir de países limítrofes (principalmente Perú, Argentina y Bolivia), por la predominancia de mujeres y por su inserción en trabajos de baja calificación en el ámbito de servicios y comercio, en condiciones económicas y sociales precarias. En este contexto, fue estudiado el caso de la inserción de mujeres peruanas en el servicio doméstico. Como señala Mora (2008), en la migración femenina influyen “las oportunidades laborales que se han ido constituyendo en torno a nichos específicos de actividad consideradas como ‘de mujeres inmigrantes’, cuyo caso emblemático lo constituyen el trabajo doméstico y el comercio” (p. 289). Algunos estudios se centraron en visibilizar los abusos laborales a los que se veían expuestas las mujeres migrantes en Chile (Stefoni, 2003, 2011; Mora, 2008; Acosta, 2011), así como el impacto que estas condiciones de inserción estaban teniendo en su salud física y mental (Holper, 2002; Núñez y Holper, 2005; Núñez, 2009; Fundación Instituto de la Mujer, 2011), identificando signos de depresión, soledad, aislamiento y pérdida de peso (Núñez y Holper, 2005). Como señala Becerra (2016), la investigación en torno a la salud, la salud mental y las migraciones en Chile es un campo que se encuentra en desarrollo y que ha ido abordando “principalmente aspectos vinculados con la vulnerabilidad social y sus efectos en la salud de los/las inmigrantes, junto con obstructores en el acceso a servicios de la red que atañen a dicha población” (p. 310).
Posteriormente, en la década del 2010, los flujos migratorios se diversificaron, proviniendo de países de Centroamérica y el Caribe como Colombia, Venezuela y Haití. Estos flujos fueron aumentando progresivamente hasta la actualidad, en la que, según se estimó en el informe del Departamento de Extranjería y Migración (DEM) (2020), la distribución por grupos mayoritarios es la siguiente: Venezuela (32,5 %), Perú (20 %), Haití (12,5 %) y Colombia (10,3 %). Estos flujos se caracterizaron también por el predominio de mujeres, a excepción del caso haitiano en el que se ha registrado una tendencia a la migración masculina (Galaz, Rubilar, Álvarez y Viñuela, 2017), y por su condición afrodescendiente. Respecto a este flujo migratorio, estudios indican un conjunto de problemáticas psicosociales en torno al racismo que afecta a hombres y mujeres migrantes (Tijoux y Córdova, 2015; Rojas Pedemonte, Amode y Vásquez, 2015; Lahoz y Forns, 2016). Así, se describe que están expuestos/as a situaciones de violencia verbal y en ocasiones física en referencia a la racialización de sus cuerpos (Gissi y Ghio, 2017; Tijoux y Córdova, 2015), como también a la hipersexualización y exotización de la mujer afrodescendiente en el contexto de acoso callejero y laboral (Galaz et al., 2017).
Respecto a la migración haitiana, la que se destaca del conjunto de colectivos provenientes de Centro y Latinoamérica por no ser de habla hispana, en el trabajo realizado por Rojas Pedemonte et al. (2015) se señala que su inserción social se ha desarrollado de manera casi exclusiva en la actividad laboral, a través de empleos poco valorados. También se indica que, por la barrera idiomática, son vulnerables a la explotación laboral y abusos en el acceso a la vivienda.
En estos flujos, ha destacado el aumento del colectivo venezolano que desplazó al peruano, el que había constituido desde el Censo del año 2002 el grupo mayoritario de migrantes en Chile. Este aumento se registró entre los años 2014 y 2015, cuando las visas temporarias se incrementaron en 209 % y las visas definitivas en 97 % (Salgado, Contreras y Albornoz, 2018). Según Salgado et al. (2018), el colectivo venezolano se caracteriza y se diferencia de los otros grupos nacionales por su perfil educativo, ya que se registra una mayoría de personas con títulos universitarios (55,3 %), seguidos de aquellos con títulos técnicos (27,6 %) y, en muy menor proporción, individuos que no han culminado sus estudios en la enseñanza media (8,5 %).
Ahora bien, respecto a la migración femenina en el campo de los estudios transnacionales se han identificado fenómenos tales como las “cadenas globales de cuidado” (Hochschild, 2001; Salazar Parreñas, 2001, 2003), lo cual se refiere a que mujeres viajan a vivir a otros países para dedicarse al trabajo de cuidados, dejando en su país a sus hijos y familia al cuidado de otros/as familiares. De acuerdo con lo anterior, se habla de las maternidades y familias transnacionales (Hondagneu-Sotelo y Ávila, 1997; Ariza, 2012; Mummert, 2019; Gonzálvez, 2016) y se describen los reacomodos que aquella maternidad a distancia implica respecto a las relaciones de poder en el grupo doméstico, así como las modalidades de reagrupación familiar y las nuevas formas de convivencia (Pedone y Gil Araujo, 2008, p. 155). Sin embargo, se ha puesto de relieve que estos arreglos no necesariamente implican un cambio en la organización patriarcal en la familia (Gregorio, 1998; Vargas, 2019).
En el caso de las mujeres migrantes latinoamericanas y caribeñas en Chile, el ámbito de servicios y en particular del servicio doméstico, sigue siendo una de las principales fuentes de empleo (Comelin y Leiva, 2017; Silva, Ramirez-Aguilar y Zapata, 2018). Comelin y Leiva (2017) señalan que este nicho laboral existe debido a que el Estado y las políticas públicas no satisfacen las demandas de cuidados de los niños, niñas y adolescentes en la familia chilena, generando que se busque responder a esta necesidad mediante el mercado. En su estudio sobre migración circular de mujeres bolivianas empleadas en el servicio doméstico en el norte del país (región de Tarapacá), se identifican problemáticas en este ámbito tales como el no pago de sus remuneraciones, extensas jornadas de trabajo y maltrato por parte de sus empleadores/as (Comelin y Leiva, 2017; Leiva, Mansilla y Comelin, 2017; Leiva y Ross, 2016). En este mismo ámbito, Stefoni y Fernández (2011) señalan que una historia marcada por el “servilismo” se reedita con la migración latinoamericana que ha llegado a este país. Según estas autoras, sobre la mujer peruana recae una representación social como “mujeres sumisas” (Stefoni y Fernández, 2011, p. 64) que las hace calzar con el perfil servil. Al respecto, Correa (2016) señala que “las prácticas serviles, paradójicamente, en este contexto pasan a ser la única herramienta para insertarse a la sociedad chilena” (p. 210), por lo que se activa este tipo de vínculo. En la misma línea Ariza (2016) afirma, desde el contexto de la migración dominicana a España, que la inserción en trabajos socialmente devaluados (como el trabajo doméstico) es la única vía de ingreso al mercado laboral, parte de los costos que las mujeres están dispuestas a asumir. Sin embargo, esto implica costos emocionales en la medida en que experimentan “sentimientos de fragilidad” (p. 84) y, a medida que se prolonga su permanencia en este tipo de empleo, se profundiza en sentimientos de vergüenza y humillación.
Perspectiva de investigación
La perspectiva desde la que nos situamos en la presente investigación se sostiene en los principios de la psicología intercultural (Guerraoui y Troadec, 2000; Licata y Heine, 2012). Uno de los aportes de esta ha sido cuestionar y problematizar la pretendida universalidad de las teorías psicológicas occidentales, que subestima la influencia cultural y social en su pretensión de generalizar, como si ciertas maneras de ser, de pensar y de actuar fuesen naturales (Licata y Heine, 2012). Así, la psicología intercultural incorpora la variable cultural, la posición social, la situación política, económica, histórica y geográfica en el análisis de las problemáticas psíquicas, ya que considera que la cultura y la psicología humana se influyen recíprocamente (Guerraoui y Troadec, 2000). Esta “interdependencia dinámica” (Licata y Heine, 2012) nos lleva a pensar la cultura y la subjetividad en constantes intercambios y trasmutaciones.
En esta línea, nos situamos desde una perspectiva que considera los malestares subjetivos “como una propiedad relacional y no como una sustancia de los individuos o la suma de evaluaciones individuales agregadas” (Orcharch y Jiménez, 2016, p. 95) que se vincula tanto a los efectos nocivos de las desigualdades sociales (Ehrenber, 2016; Pussetti y Brazzabeni, 2011), como a los ideales culturales que resultan opresivos y que recaen sobre la mujer (Tubert, 2010).
Malestares e ideales culturales de género
Siguiendo la propuesta de Bleichman (2010), entendemos la subjetividad como aquella producida por los discursos y prácticas de una época, es decir, como modos “históricos de producción de sujetos” (p. 12). De tal manera, la identificación e introyección de valoraciones socioculturales, es decir, la pertenencia a una cultura “regula las intersecciones entre deseos y los modos de producción de subjetividad” (Bleichman, 2010, p. 13). Lo anterior, se expresa en la noción social y cultural de feminidad, ya que como señala Tubert (2010), “sobre lo que significa ser mujer […] hay representaciones que actúan como modelos ideales […] que influyen en la estructuración psíquica del sujeto mujer” (p. 162). Estos ideales operan en ocasiones de manera opresiva constriñendo las posibilidades plurales de las expresiones de género femeninas y, en tal medida, pueden constituirse como fuentes de malestar:
la autoestima dependerá de la medida en que el Yo pueda asemejárseles. Es decir, si la representación de sí misma se aproxima al Ideal, la persona experimenta una satisfacción narcisista; si aumenta la distancia entre el Yo y el Ideal, tanto mayor será el sufrimiento (Tubert, 2010, p. 162).
En el contexto latinoamericano, estos ideales y normatividades han operado en las narrativas de las naciones, en las que las mujeres “a menudo son vistas como guardianes y civilizadoras, pero pueden ser vistas como una amenaza posible del cuerpo de la nación, si no se comportan bien –sobre todo en lo relacionado con el sexo (véase por ejemplo Guy, 1990)–” (Wade, 2008, p. 50). Estas dos versiones polares de la mujer operan en la conciencia moral de una nación y se introyectan como imperativos que recaen sobre la mujer, organizados en jerarquías de valoraciones articuladas a otras desigualdades, tales como la raza, la etnia y la clase, por medio de relaciones íntimas, recíprocas y contradictorias entre estas categorías (McClintock, 1995).
Ahora bien, respecto a lo que se entenderá por lo “racial”, seguimos a Segato (2007), quien señala que en el contexto latinoamericano “El no-blanco no es necesariamente el otro indio o africano, sino otro que tiene la marca del indio o del africano, la huella de su subordinación histórica […] una historia colonial inscripta en la relatividad de los cuerpos” (p. 23). Esta marca identitaria de lo “negro” o lo “indio” se encuentra desvalorizado como lo feo, lo malo, en el lugar más bajo de la jerarquía. Es así como las problemáticas psicosociales y los malestares asociados por los que indagamos, se inscriben también en dichas asimetrías de poder.
Respecto a las mujeres migrantes, postulamos que muchas veces en la sociedad de acogida, ellas son reconocidas de un modo que difiere a cómo se identifican a sí mismas. Lo anterior resulta problemático cuando se las reconoce y sitúa en una valoración menor. De tal modo, la salud mental se ve impactada por las atribuciones negativas y desvalorizaciones que la sociedad de acogida tiene de ellas.
Sufrimiento social y malestar subjetivo
En relación con el vínculo entre experiencia migratoria y salud, se ha postulado que la migración constituye un determinante social de salud (Van der Laat, 2017), en la medida en que “todo patrón migratorio genera cambios individuales, familiares y comunitarios que repercuten en la salud de las personas, ya sea de forma positiva o negativa” (p. 32). Respecto a considerar la migración como un determinante social de la salud, interesa destacar que esto no implica que se la reconozca como causa directa de psicopatología. Son más bien las condiciones en las que transcurre el proceso migratorio o de inserción en la sociedad de llegada (como las que acabamos de exponer sobre el trabajo en el servicio doméstico), condiciones tales como precariedad y exclusión basada en desigualdades y estigmatizaciones de clase, raza, género, etnonacionales, las que tienen un impacto negativo en el bienestar de la persona migrante (Van der Laat, 2017). Una evidencia de que el proceso migratorio en sí mismo no es determinante de enfermedad y/o deterioro de la salud, es lo que se conoce como “el efecto del migrante sano” (Cabieses, Bernales, McIntyre, 2017), es decir, que los migrantes en promedio auto-reportan menos problemas de salud que la población local chilena. Esto tiene su excepción en migrantes de nivel socioeconómico bajo y en aquellos que llevan más de 20 años en Chile, lo que indica que con el paso del tiempo y viviendo en condiciones de precariedad económica, los migrantes van adquiriendo las mismas enfermedades que la población local con quienes comparten dichas condiciones.
De tal modo, adoptamos una perspectiva no individual de los malestares y sufrimientos subjetivos, es decir, que no se constituyen exclusivamente por conflictos de índole intrapsíquicos o determinados por una biografía singular. Como plantea Ariza (2016), desde el enfoque de la sociología de las emociones, estas no devienen exclusivamente desde el “interior” del sujeto, sino que están siempre en interacción con el contexto:
Las emociones que emergen a lo largo de la experiencia migratoria han de ser entendidas como el resultado de la interacción social y del contexto donde tiene lugar, en virtud del posicionamiento estructural diferencial en las jerarquías de poder y estatus que la condición de inmigrante supone (Ariza, 2016, p. 68).
En una línea similar, Núñez (2009) señala que los “modismos del malestar” no son “simplemente el resultado del desarraigo de sus vidas como migrantes, sino que se articula a su exclusión económica y social, así como a las malas condiciones de trabajo en la sociedad de acogida” (p. 344), expresando la angustia y sufrimiento emocional que a ellos se asocia.
De esta manera, la noción de malestar subjetivo a la que aludimos está vinculada al sufrimiento por lo social (Orcharch y Jiménez, 2016), es decir, referido a “los efectos nocivos de las relaciones de poder desiguales” (Pussetti y Brazzabeni, 2011). Y se expresa como “sufrimiento psíquico”, por medio de sensaciones, emociones y sentimientos que son “tanto obligatorios como voluntarios, tanto esperados como espontáneos” (Ehrenber, 2016, p. 58), que no se considera de naturaleza puramente individual, sino articulado a lo sociocultural (en función de convenciones, expectativas e ideales).
En síntesis, la noción de malestar subjetivo que indagamos, es aquella conformada por el impacto nocivo en la subjetividad de la adhesión imperativa y opresiva a los ideales socioculturales (sancionados moralmente) y de los posicionamientos diferenciales en las jerarquías de poder de la organización social. Tales efectos nocivos se configurarían en la experiencia del malestar como desazón, inquietud u otros sentimientos y emociones que, como hemos insistido, están mediadas por lo social e inscritas en la cultura. En tal sentido, ponemos el foco no en los fenómenos psicopatológicos y psiquiátricos, sino en el ámbito de la salud mental, constituido por los “fenómenos generales de la existencia colectiva y que repercute en la cohesión social” (Ehrenber, 2016, p. 70).
Aproximación metodológica
Como se señaló anteriormente, los resultados que exponemos en este artículo fueron obtenidos a través de la sistematización de experiencia de los talleres realizados entre los años 2016 y 2019 por el Área de Atención a Inmigrantes y Refugiados (AMIR), del Centro de Estudios y Atención a la Comunidad (CEAC) de la Universidad Católica Silva Henríquez y el equipo del Área de Salud Mental Intercultural (SMI), del Centro de Atención Psicológica (Caps) de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. La Sistematización de Experiencias como método de investigación cualitativa y participativa (Expósito y González, 2017; Cifuentes, 2015; Ghiso, 2011; Jara, 2009; Borrero, 2008) no tiene “pretensiones de generalización ni de universalización, […] se basa en una concepción metodológica dialéctica, que considera que los fenómenos sociales son históricos, […]; y que no dicotomiza el objeto y el sujeto de conocimiento” (Expósito y González, 2017, p. 2). Desde un enfoque interpretativo y crítico (Torres-Carrillo, 2021), esta metodología permite generar conocimiento desde las prácticas (Cifuentes-Gil, 2021), tanto de la práctica misma como de los temas abordados. En la presente investigación, utilizamos esta metodología con el fin de producir conocimientos desde la experiencia tanto de los equipos de implementación como de las mujeres migrantes que participaron en los talleres. Con los primeros, se realizó a través de la recuperación sistemática de lo sucedido, una construcción histórica y un análisis interpretativo y reflexivo (Jara, 2009) sobre los contenidos y temas que emergieron en los diversos talleres, a la luz de la reflexión y análisis de las experiencias de cada equipo sobre sus prácticas. Para lo anterior, se trabajó tanto con fuentes de información secundaria (los registros de las verbalizaciones de las mujeres que participaron en los talleres realizados durante cuatro años), como primaria, a través de las técnicas de grupos focales con los equipos de implementación. En una segunda instancia, se realizaron entrevistas individuales con cinco de las mujeres migrantes que participaron en los talleres.
Si bien los talleres realizados por ambos equipos no utilizaban la misma estructura de implementación, ambos buscaban favorecer el encuentro en un taller grupal para mujeres migrantes, con el fin de que compartieran sus experiencias en un espacio de contención, de elaboración y así potenciar los vínculos y redes de apoyo entre ellas. Los talleres realizados por el equipo AMIR se titularon “(Des)Ilusiones de la migración” y en él se abordaron temáticas tales como: la negociación del acuerdo laboral en contexto intercultural, los nudos críticos en el trabajo de cuidado de niños, la pareja en la situación de migración, la experiencia de estar como mujer inmigrante en Chile en tiempos de convulsión social, el desafío de mantener los vínculos en la distancia, entre otros. Por su parte, en los talleres realizados por el equipo de SMI, llamados “Taller para mujeres migrantes”, se trabajaron temáticas que fueron variando año a año en función de las necesidades de las participantes. En general, se trabajó desde una perspectiva de género, y con enfoque de derechos, en torno a temáticas como: mujer, trabajo, migración, familia transnacional, violencia de género, racismo, acceso a derechos, comunidad, autoconocimiento, contención emocional, gestión del estrés, resolución de conflictos, entre otros.
Respecto a los contextos institucionales en los que se realizaron estos talleres, en ambos casos se trató de organizaciones de iglesia dedicados al trabajo con migrantes en Santiago, de modo que estos talleres son parte de las intervenciones orientadas a favorecer los procesos de inserción. En un caso, los talleres fueron realizados en la Casa de Acogida para mujeres migrantes (donde residen por un período de tiempo limitado). En el mismo lugar, funciona una bolsa de trabajo que busca facilitar la inserción laboral de las mujeres migrantes en Chile, en la que principalmente se ofertan empleos en el servicio doméstico. En el otro caso, la institución albergante tiene como propósito promover y proteger la dignidad y los derechos de migrantes y refugiados en Chile, acompañando su proceso de inclusión social a través de distintas áreas: educación e interculturalidad, investigación e incidencia, jurídica y social. Desde las últimas dos áreas, se invitó a mujeres a participar de los talleres. El primer taller se realiza en el año 2016 con mujeres dominicanas víctimas de tráfico de personas a Chile, para luego, desde 2017, abrir el taller a todas las mujeres migrantes que estuvieran interesadas en participar.
En el proceso de trabajo de campo, dada la contingencia generada por la pandemia COVID- 19, la información fue producida por medio de grupos focales realizados vía remota (mediante la plataforma Zoom) durante el primer semestre 2020. En estos grupos se abordaron dos aristas: la primera se refirió a identificar los nudos críticos del dispositivo de los talleres, y la segunda a reconstruir los malestares subjetivos que expresaban las mujeres, cuyos resultados exponemos aquí. Este tema se abordó en tres grupos focales consecutivos con los equipos, y tuvieron como propósito identificar y describir dichos malestares, comprendidos a la luz de las problemáticas psicosociales que enfrentan. En esta instancia el equipo recuerda, reconstruye y reelabora lo que las mujeres expresaron en los talleres, por lo tanto, se produce un texto en tercera persona. Este fue presentado nuevamente al equipo a modo de retroalimentación, para profundizar y debatir aspectos inconclusos y otros emergentes. Finalmente, este texto de sistematización elaborado por cada equipo fue enviado al otro equipo, para ser clarificados en dos instancias (una sobre cada texto) posteriores.
A partir de los textos de sistematización elaborados, se construyó una pauta de entrevista semiestructurada que se realizó con cinco mujeres que habían participado en los talleres. Ellas eran provenientes de República Dominicana, Haití, Colombia y Venezuela, tenían tiempos de migración a Chile de entre dos y cinco años y contaban con estudios de enseñanza media y técnica. En estas entrevistas, se fueron recogiendo las impresiones de las mujeres respecto a lo identificado por el equipo en los talleres, así como el modo en que ellas manifiestan sus malestares. Esto posibilitó, no solo el diálogo con lo construido por los equipos sino, dar voz a las mujeres sobre los malestares que emergieron en el proceso de inserción como migrantes latinoamericanas y caribeñas en Santiago de Chile. También se trabajó con los registros y notas tomadas durante las sesiones de taller, consistentes en palabras textuales de la participación de las mujeres en los talleres.
Resultados y discusión: problemáticas psicosociales y malestares subjetivos de mujeres migrantes
A partir del proceso de sistematización realizado por los equipos implementadores de los talleres, se identifican cuatro ámbitos de problemáticas psicosociales que las mujeres enfrentan en el proceso de inserción a Chile y en los que se inscriben los malestares subjetivos expresados por ellas en los grupos. Estos son: a) las dificultades en el acceso a regularización y revalidación de títulos, b) condiciones de trabajo y, en particular, del trabajo en el servicio doméstico, c) mantener vínculos familiares en la distancia, d) las experiencias de malos tratos en la vida cotidiana en Santiago. Es necesario advertir que estos cuatro ámbitos no constituyen los más relevantes ni los más comunes en términos generales para las mujeres migrantes en Santiago, sino que son aquellos que emergieron en los talleres realizados y que se sitúan en contextos institucionales específicos: programa Casa de Acogida (residencia), Bolsa de trabajo (ofertas laborales principalmente en el servicio doméstico) y Programas de atención Social y Jurídica para apoyar la inserción en Chile de las personas migrantes. De tal modo, los ámbitos que emergieron como relevantes están vinculados a estos contextos institucionales.
Dificultades en el acceso al documento de identidad y revalidación de títulos
Regularizar la situación migratoria en Chile, obtener una visa y con ello el documento de identidad chileno, es para todo migrante una prioridad en orden a hacer viable su proceso de inserción en el país. Este documento constituye una primera llave para encontrar trabajo, arriendo de vivienda y recibir atención en salud. Para muchas de las mujeres participantes de los talleres, el acceso a este documento resultaba un proceso lleno de trabas y con largos tiempos de espera que, en ocasiones, tenían como resultado el rechazo de su solicitud. Desde su perspectiva, este proceso de regularización se volvía cada vez más complejo, lento y difícil de realizar, necesitando entonces de la orientación de personas e instituciones especializadas en la temática para obtener respuestas y resultados.
Las mayores dificultades en la regularización de documentos las tienen quienes entran al país por pasos no habilitados a través de redes de tráfico de personas, como fue el caso de las mujeres provenientes de República Dominicana. Lo primero que recuerdan los equipos implementadores es la profunda desilusión que expresaban las mujeres por haber sido engañadas y, por tanto, de una doble pérdida: la de su vida pasada y la de su proyecto migratorio: “El sentimiento de pérdida. Dejan todo allá, su familia, lo que habían logrado, muchas vendían su casa para poder venirse, dejando todo allá y llegando a una realidad que no se parecía en nada a lo que les habían ofertado” (Facilitadora equipo implementador, 2020). El equipo insiste en que las mujeres vivían en constante temor por estar a la espera de la regularización de sus documentos: “Es un nudo que tienen ellas para avanzar, eso las mantiene ancladas a una espera; ‘estamos esperando que salga la visa’, ‘estamos esperando el carnet’, ‘estamos esperando’, para poder legalizar su situación y poder finalmente encontrar un trabajo estable” (Facilitadora equipo implementador, 2020). Como señalaba Abigail: “Estoy en trámite para la definitiva, pero ya lleva 19 meses” (Abigail, haitiana, 3 años en Chile). Cuando finalmente llega la respuesta respecto de la residencia definitiva y es negativa, el miedo se acentúa y contribuye a la sensación de desamparo y de que todos los esfuerzos realizados no han servido de nada: “Mis documentos para la definitiva fueron rechazados, todavía hasta el día de hoy no tengo cédula… Me siento desde cero. No tengo la orientación de cómo voy a hacerlo […]. Me siento con miedo, bloqueada” (Carmen Luisa, dominicana, 8 años en Chile).
Estos tiempos de espera o de rechazo dilatan los planes de visita a la familia en el país de origen, o derechamente los imposibilitan: “quería ir a dominicana [durante la pandemia] y estar con mis hijos. Cuando tienes el carnet de la definitiva [visa] es mucho más fácil salir y entrar al país, pero con la temporaria uno tiene, de nuevo, [que] empezar de cero” (Carmen Luisa, dominicana, 8 años en Chile). Ahora bien, más allá del tipo de ingreso al país, en general, la espera de la regularización de los documentos no solo estaba teñida de temores ante la posibilidad de recibir una respuesta negativa, sino también al ver tambalear su proyecto migratorio: “Las mujeres expresaban mucha impotencia, porque ellas sentían que no podían exigir sus derechos porque no estaban regularizados sus documentos” (Facilitador equipo implementador, 2020). A la vez, las dificultades para regularizar su situación migratoria constituyen un obstáculo para lograr arrendar un lugar donde vivir. Al respecto Esther describía lo difícil que fue llegar a Chile y no poder arrendar un departamento, sino solo una habitación:
Yo quería arrendar un departamento normal, para vivir […]. Me decía que no, que era imposible porque no tenía papeles. Yo pensé ¡¿Que?! Yo tengo mi pasaporte, pero para un departamento hay que tener contrato de trabajo, residencia, algo así. Entonces me tuve que conformar con vivir en una pieza con un desconocido… no, yo no, y compartir el baño. Eso me dolía dentro, me duele mucho (Esther, haitiana, 2 años en Chile).
La situación de las mujeres provenientes de Venezuela, se señala como un caso particular en el que también, de distinta manera, llegaban a expresar la sensación de engaño, esta vez, en relación con las expectativas de inserción profesional en Chile. El equipo se lo explicaba en términos que, al provenir de un país con una gran inestabilidad económica, política y social, con carencias transversales de servicios e insumos básico, Chile era idealizado como país de acogida. De tal modo “muchas de ellas ‘colapsaron’ en cierto modo, sintiendo que este país las había engañado” (Facilitadora equipo implementador, 2020). Como señalaba Laura: “Aquí pierdes […], yo llegué con expectativas y cuando aterrizas aquí, dices: uy, nada de lo que […]. O sea, es como un sueño y después cuando llegas aquí despiertas” (Laura, venezolana, 2 años en Chile).
Muchas de las mujeres venezolanas que llegan a Chile, cuentan con un perfil educativo en su mayoría universitario y técnico (Salgado et al., 2018), y entre ellas son recurrentes las expresiones de frustración asociadas a no poder ejercer sus profesiones en Chile. La revalidación de títulos resulta muchas veces una imposibilidad de la que no tenían información antes de venir al país:
quise hacer un curso y cuando pregunté por los requisitos tenía que tener la educación media completa. Entonces fui al ministerio y me dijeron: “usted aquí no tiene ningún título, usted tiene que empezar de nuevo”. Emocionalmente fue bastante fuerte porque, que te digan “usted aquí no tiene nada”, “usted aquí no es nada, usted no tiene ningún título”. Claro, eso es un impacto a tu ego (Laura, venezolana, 2 años en Chile).
Frente a estas dificultades, las mujeres experimentan desazón y ambivalencias, expresadas en la duda por persistir en sus intentos de inserción en Chile: “a veces pienso en que quiero irme, que me quiero arrancar, pero digo: Dios mío, perdí todo, perdí el trabajo, ¿En qué voy a trabajar? Pero bueno, tengo la casa… ay, no sé” (Laura, venezolana, 2 años en Chile).
Condiciones de trabajo y de servicio doméstico en Santiago
Respecto a las condiciones laborales que las mujeres tienen en Chile, se identifica un discurso común que atraviesa las diversas experiencias, en torno a la frustración por las dificultades con que se encuentran al buscar trabajo. Esto refiere tanto a lo expuesto anteriormente sobre la regularización de documentos y títulos, como al limitado espectro de posibilidades laborales que encuentran en el país, en comparación con sus expectativas: encontrar un trabajo según su experiencia y formación, y con mejor remuneración que el que tenían en su país.
Las mujeres dominicanas señalaban, como hemos dicho, haber sido engañadas ya que les habían “vendido” altas expectativas en relación con las ofertas laborales y los sueldos que podían obtener: “los que traficaban les decían que [Chile] era espectacular, que iban a ganar mucho, que encontrarían mucho trabajo” (Faciltador equipo implementador, 2020), mientras que en su experiencia habían sentido que “ingresaban como delincuentes arriesgando sus vidas” (Facilitador equipo implementador, 2020). Como señaló una de las mujeres: “Una persona nos dijo que podíamos venir a Chile, que aquí íbamos a tener trabajo y cuando llegamos no nos dieron trabajo ni nada” (Carmen Luisa, dominicana, 8 años en Chile).
Entre las mujeres venezolanas, al encontrar numerosas trabas para la revalidación de títulos, las inunda la premura por comenzar a generar ingresos (para ellas y sus familias en origen) y aceptan trabajos de baja calificación, no acordes a su experiencia y nivel educacional, al menos mientras dura el proceso de revalidación. Así, emplearse en trabajos para los que están sobrecalificadas resulta una experiencia inicial frustrante que, como señala Ariza (2016), al tratarse de actividades socialmente devaluadas provoca sentimientos de fragilidad. Las mujeres en los talleres expresaban sentimientos de frustración en términos de: “haber estudiado y haberse esforzado tanto para llegar a trabajar haciendo comida o aseo en una casa” (Cuaderno de notas, mujer venezolana, taller 2018). De tal modo, se discute en el equipo que estas sensaciones de frustración, impotencia y fragilidad que tiñen los intentos de las mujeres venezolanas por insertarse laboralmente en Chile, se relacionan con el mercado de trabajo disponible para ellas en el ámbito de servicios, lo que contrasta con las expectativas que forjaron en el período pre migratorio. Como señalaba Laura: “Yo pensaba trabajar en lo mío, pero he trabajado de cachife, cachife le llamamos […] ama de, ¿cómo le dicen ustedes? Señora que ayuda a la limpieza” (Laura, venezolana, 2 años en Chile). Así, constatan que el trabajo en el servicio doméstico es el modo más rápido de comenzar a trabajar, ya que es donde hay mayores ofertas laborales para mujeres latinoamericanas y caribeñas, lo que refuerza el estereotipo de la “nana”2 mujer migrante.
En el caso de mujeres que llevaban mayor tiempo en Chile, esta frustración inicial daba paso a sentimientos de impotencia cuando iban encontrando otras barreras, ya no solo administrativas sino también de orden sociocultural, señalando: “La gente piensa que porque somos peruanas vamos a trabajar como nanas o haciendo aseo. No. Yo puedo hacer más cosas que eso” (Cuaderno de notas, mujer peruana, taller 2019) o como expresaba Abigail con decepción: “Aquí no tengo oportunidad” (Abigail, haitiana, 3 años en Chile). Esto hacía emerger en ellas sensaciones de menoscabo y subvaloración de sus capacidades, así como desánimo que también se reflejaba al notar su delgadez corporal. Como indican Núñez y Holper (2005), para las mujeres peruanas insertas en el trabajo doméstico el cuerpo delgado es expresión de un sentimiento de pérdida y se considera como “indeseable y no-sano” (Núñez y Holper, 2005, p. 301). Asimismo, Abigail verbalizaba: “no he encontrado buen trabajo, vivo como pobre, no te hablo mentiras. Yo entré a Chile bonita y ahora estoy flaca, mira los huesos. Muy triste” (Abigail, haitiana, 3 años en Chile).
Ahora bien, para Ehremberg (2016), la depresión como estado del ánimo se expresa como una de las formas de malestar más comunes de las sociedades fundadas en la ideología de la responsabilidad e iniciativa individual. Así, el individuo enfrenta sentimientos de insuficiencia y la dependencia se considera y se expresa como algo vergonzoso. En ese sentido, Esther señalaba: “Emocionalmente sí fue muy difícil, porque soy siempre independiente, a mí no me gusta cuando alguien me manda plata. Mi hermana sabe que yo no voy a pedir plata, que me da vergüenza, ella me manda” (Esther, haitiana, 3 años en Chile). Lo que hace emerger las sensaciones de fracaso y desánimo ante el proyecto migratorio.
Otro aspecto que aparece como problemático para las mujeres insertas en el trabajo doméstico, se relaciona con las diferencias que ellas tenían con los estilos y pautas de crianza de los padres y madres de los niños/as que estaban a su cargo, en el servicio doméstico. Las mujeres manifestaban su inquietud debido a que estas discrepancias generaban tensiones y en ocasiones, conflictos que las llevaban a abandonar los trabajos. Una de estas discrepancias tenía que ver con un estilo de crianza en Chile que, en comparación a lo que ellas identificaban (por su experiencia) como el modo de crianza en sus países, calificaban de “liberal”. Este carácter era considerado como negativo y explicaba, para ellas, los problemas conductuales de los niños y niñas que cuidaban. Lo anterior, se basaba en los ideales y marcos normativos sobre la buena/mala madre, con que juzgaban negativamente el hecho de que las madres (empleadoras) estuvieran gran parte del día fuera de la casa y no dedicadas a la crianza de sus hijos/as. Estos ideales y marcos normativos eran expresados en términos de los valores con que se califica una buena/mala crianza, basadas en como ellas fueron criadas y/o de cómo criaron a sus hijos/as.
Otro ámbito que se identificó como fuente de malestar, expresado por algunas mujeres en los talleres, estaba relacionado con que en su vida en Santiago dedicaban la mayor parte de su tiempo al trabajo, renunciando a realizar actividades sociales y de recreación Lo anterior, se refería especialmente al primer tiempo de su migración, en el que encontrar trabajo y enviar dinero es la primera prioridad. Como señalan López y Lora (2014), trabajar es un mandato que inunda todos los espacios de la vida cotidiana, en el que el “deseo” queda en segundo plano, de manera que la subjetividad se reduce al ámbito laboral. En el caso de las mujeres en que esta situación se extendía por largo tiempo, más de lo que ellas habían proyectado, sus vidas en Santiago se teñían de sentimientos de soledad y aislamiento. Como señalaban Laura: “Entonces es como una rutina ‘tun- tun’ y yo los miro y digo: Dios mío, lo que hacen es puro trabajar, dormir, pararse a trabajar, dormir, comer” (Laura, venezolana, 2 años en Chile). Y Esther:
En mi casa era siempre bailar, siempre cantar, expresarme. En la casa donde trabajo me siento como una persona muerta porque no puedo hacer lo que me gusta hacer. Ahora trato de salir un poco, voy a un curso en Plaza de Armas, los sábados, eso me ha ayudado (Esther, haitiana, 2 años en Chile).
Esther expresa su malestar en términos de no poder hacer lo que le gusta, y eso la deja “como una persona muerta”. Así, esta sensación la moviliza para buscar actividades que le provean gratificaciones en ámbitos distintos al trabajo.
Por último, como ha sido documentado respecto al trabajo de servicio doméstico (principalmente aquel que en Chile se conoce como “puertas adentro”3), se tienden a dar prácticas abusivas respecto a la carga laboral (Stefoni, 2011; Acosta, 2011, Acuña, Castañeda, Peñaloza y Vega, 2015; Bustamante, 2017; Silva et al., 2018). Así, aun cuando en Chile ha habido avances normativos para regular el trabajo doméstico y sancionar los abusos laborales, las mujeres expresaban que muchas veces habían tenido la experiencia de que los/as empleadores/as cambiaran las condiciones laborales incumpliendo con los acuerdos iniciales. Esto era señalado acerca de las tareas y los horarios: “Las señoras lo habían dicho al inicio” (Cuaderno de notas, mujer peruana, taller 2019). Sobre el exceso de trabajo, una mujer describía: “Yo sacaba ropa y sacaba ropa, parecía una cesta de mago y yo decía: ‘pero bueno, ¿esto no tiene fin?’ […] y sentía una mezcla entre impotencia y tristeza” (Laura, venezolana, 2 años en Chile). Cuando esto llegaba a sentirse como un abuso, la mayoría de las veces las mujeres no expresaban su desacuerdo y malestar, sino que optaban por abandonar los trabajos, ya que como señalaba una de ellas: “el trabajo no tiene por qué ser un lugar donde te sientas incómoda y donde no respeten tus derechos” (Cuaderno de notas, mujer peruana, taller 2019). Sin embargo, para algunas mujeres enfrentar a las/los empleadores/as para renunciar era una experiencia difícil: “entonces yo tenía miedo de renunciar […] y le dije a la señora, sabe qué, ya no quiero el trabajo. Salí corriendo y llora, llora, llora. Se lo dije, sentí como impotencia” (Esther, haitiana, 2 año en Chile). El equipo discutió cómo abordar esta encrucijada, y se llegó a la conclusión de que, aun cuando es importante reforzar las intenciones de diálogo con los/as empleadores/as para renegociar el acuerdo laboral y así no perder sus fuentes de ingresos, si no hay voluntad de respectar sus derechos, poner fin al contrato es en ocasiones la única opción que ellas tienen para no soportar pasivamente situaciones de abuso.
Mantener vínculos familiares en la distancia
Aun cuando en este ámbito se circunscriben algunos de los malestares expresados por las mujeres migrantes en los talleres, es importante señalar que las aspiraciones que ponen en juego las mujeres respecto a su migración, no se reducen exclusivamente a una estrategia familiar (Solé, Parella y Cavalcanti, 2007), sino que se entrelazan con motivaciones tales como intentar otras formas de vida y lograr la autonomía e independencia (Wagner, 2008). Esta consideración resulta necesaria para matizar los intereses y propósitos de las mujeres en sus proyectos migratorios, ya que no para todas, migrar constituye un proyecto familiar.
Ahora bien, sobre los malestares relacionados con mantener lazos familiares en la distancia, estos emergieron de un modo u otro durante la mayor parte de los talleres que se llevaron a cabo. En este ámbito se identifican experiencias diversas de malestar, constituyendo un abanico más heterogéneo en comparación con el ámbito laboral.
Por una parte, resultaba habitual que las mujeres expresaran pesar e incluso sufrimiento por vivir distanciadas de sus familias. La posibilidad de la pérdida de estos vínculos muchas veces era el telón de fondo de sus vidas cotidianas en Santiago. “Hay días en que yo no como nada cuando pienso en mi hijo, él es mi corazón y si él está conmigo no tengo problema” (Abigail, haitiana, 3 años en Chile). Ante esto, como se ha dicho en otros estudios, las mujeres intentan mantener el contacto cotidiano a través de la tecnología para hacerse presentes en sus grupos familiares a pesar de la ausencia física (Acuña et al., 2015), intentando sostener los vínculos afectivos en la distancia (Gonzálvez, 2016). Como señalaba una de las mujeres: “hacer que la distancia no se note” (Mujer migrante, participante taller 2018).
A la vez, el envío de dineros a las familias muchas veces busca compensar la distancia y el vacío de la presencia cotidiana, asumiendo que, como jefas de hogar, tienen que “sacrificar” su propia vida por el bienestar familiar. Como señala Pedone (2008), este sacrificio, en ocasiones, se tiñe de un carácter culposo (sensación de haber abandonado) que es reforzado socialmente cuando, se les juzga como “madres que abandonan”, siendo estigmatizadas y culpabilizadas por su migración. En la misma línea, López y Lora (2014) afirman que aun cuando esta situación se convierte en una manera particular de ejercer la maternidad, las mujeres la significan como un “fallo” o “error”, y por tanto buscan “recuperar el tiempo perdido” al reencontrarse con sus hijos/as. Con respecto a lo anterior, señalan que, aun cuando resulta un imposible, es un intento de cumplir con el mandato ideal de ser una “buena madre”: “bueno, cuando yo me comunico con ellos muestro un rostro y es como ‘no, si estoy bien’, trato de tirar buena onda y que ellos no se preocupen” (Cuaderno de notas, mujer venezolana, taller 2018).
En los casos en que las mujeres logran sostener el envío de dineros de manera constante, esto imprime una sensación de logro, de autonomía e independencia que provee confianza en sí mismas. Eso expresa Carmen Luisa cuando dice lo sorprendida que estuvo cuando pudo visitar a su familia después de tantas dificultades vividas en Chile: “cuando tú ves a tu familia es como lo logré, wow lo logré” y eso refuerza el mandato: “soy la única esperanza, el único soporte de mi casa” (Carmen Luisa, dominicana, 8 años en Chile). Respecto a esta situación, Das (1997) señala la existencia de una “teodicea secular”, es decir, el sacrificio es el precio por pagar para obtener un sentimiento de identidad (como madre proveedora) y pertenencia social, que les permite enfrentar frustraciones en la medida que les provee de un poder (autonomía e independencia) con el cual dar sentido al sufrimiento. Muchas veces las sensaciones contradictorias de poder y culpa, así como de vergüenza y orgullo (Ariza, 2016), conviven al mismo tiempo en las mujeres, incluso se podría interpretar como un sentimiento de culpa por el logro de autonomía, que las deja en una relación ambivalente respecto a sus proyectos migratorios. Como lo señalaban las mujeres en las entrevistas: “A veces digo así: ‘me voy, no vengo más’. Pero entonces digo: ‘no podría volver a entrar más nunca a Chile, si me voy no veo más nunca a mis hijos y si allá me da alguna cosa… porque si me voy, ¿Cómo entro nuevamente?” (Laura, venezolana, 2 años en Chile).
Asimismo, algunas mujeres expresaban que la distancia de sus familias significaba un paso liberador, en el sentido de sentirse más libres para llevar la vida que querían sin ser juzgadas por ello. Lo anterior resulta así, especialmente en los casos en que migrar implicó salir de situaciones opresivas o de franco maltrato: “me vine para vivir de otra manera” (Cuaderno de notas, mujer dominicana, taller 2018).
Ahora bien, en las situaciones en que las mujeres evalúan que en el tiempo que llevan en Chile no han logrado enviar remesas a sus familias, es habitual que vayan disminuyendo los intercambios y comunicaciones con ellas. Lo anterior las sitúa en una tensión, ya que intentando disminuir la distancia por medio del contacto, sienten que es mejor no hacerlo porque no han avanzado en el logro de sus propósitos o aparentan estar bien ocultando su malestar: “Yo no hablo con mi mama por video porque me ve triste. Ella dice ‘como en un país de blancos estás triste’. Yo no le cuento que vivo como pobre” (Abigail, haitiana, 3 años en Chile). En ocasiones, esta tensión se va extremando y se deja pasar tiempo entre cada llamada o se evitan los contactos. Si lo anterior se conjuga con aislamiento y carencia de relaciones sociales en Santiago (como hemos dicho es habitual en el primer tiempo, cuando se emplean en el servicio doméstico “puertas adentro”), emerge la sensación de fragilidad e impotencia, es decir, la sensación de no poder cumplir con el deber familiar, con el anhelo de corresponder a ciertos ideales asumidos y, por tanto, la sensación de fracaso. Respecto a esto, el equipo recordaba que en los talleres, cuando una mujer expresaba sentimientos de desesperanza y afloraba la emoción, se daba un proceso de autorregulación grupal, en el que las otras mujeres, a través de un discurso en el que la figura de Dios era habitualmente convocada, entregaban apoyo y contención a quien se sentía angustiada. Como señalan López y Lora (2014), se trata de “un lazo social que se forma imaginariamente a partir de la falta, es una manera por la cual se obtura momentáneamente la angustia que suscitan diferentes vivencias como migrantes” (p. 17).
Por último, para algunas mujeres la distancia se vive como una ausencia en la vida cotidiana de aquellos lazos afectivos, que muchas veces tiene el carácter de una pérdida que no se puede superar. Como lo expresaba una mujer: “Ser mujer migrante es extrañar […]. He conocido gente espectacular, pero no es lo mismo que estar con los tuyos […] quisiera estar cerca de ellos” (Cuaderno de notas, mujer colombiana, taller 2019). De manera que sin expresar desesperación o angustia por vivir a distancia sus lazos familiares, incluso formando nuevos vínculos sociales en Chile, estos últimos no remplazan a los primeros y se experimenta como una pérdida y añoranza que no se supera, como fue expresado por Laura: “yo no creo que uno lo supera, yo creo que uno aprende a vivir con eso, a vivir con el dolor, el poder hacer otras cosas, pero cuando te tocan esas teclas lo vuelves a vivir otra vez” (Laura, venezolana, 2 años en Chile).
Malos tratos en su vida cotidiana en Santiago
En los talleres, las mujeres migrantes relataban las experiencias de rechazo que vivían en su vida cotidiana en Santiago. En general, describían que estaban basadas en su condición de extranjeras, de migrantes económicas y de mujeres afrodescendientes, a partir de sus costumbres calificadas negativamente, su manera de hablar y el color de piel. Y señalaban que las expresiones de rechazo eran dirigidas a ellas tanto en el espacio laboral como en el espacio público en la ciudad.
El racismo visto y entendido como “un fenómeno social total” (Balibar y Wallerstein, 1991) conlleva a actos discriminatorios. Al interior de los discursos racistas, “la noción de raza constituye una ficción que hace significativas las diferencias entre diversos grupos sociales, inscribiéndose en los cuerpos de los sujetos y legitimando exclusiones y dominaciones” (Romero, 2003, en Tijoux y Palominos, 2015, p. 252). Al respecto, Lahoz y Forns (2016) estudian la asociación entre discriminación percibida y problemas de salud mental en población migrante peruana en Chile. En términos generales, para que la discriminación tenga un efecto en el otro, se necesita que haya una percepción de ella. Todas las mujeres entrevistadas expresan que lo percibían en diversos contextos: “cuando trabajaba con las chilenas yo no podía sentarme en la mesa, ni siquiera a comer ni nada. Era, yo en mi pieza y de lejitos” (Cuaderno de notas, mujer colombiana, taller 2019). “Pero sí, he sentido el rechazo de las personas. Yo iba para hacerle las comidas y hacerle la limpieza, pero ella me dijo ¿Sabes qué? No me gusta tu voz” (Laura, venezolana, 2 años en Chile). Al respecto ella reflexionaba: “Como que no quieren que uno esté acá, por ejemplo, la abuela me decía: desde que están ustedes ha aumentado la delincuencia, antes Chile no era así” (Laura, venezolana, 2 años en Chile). Laura se explicaba esto con base en la desconfianza que hay hacia los/as extranjeros/as: “Hay como una confusión: ¿Serán ellos, seré yo?, pero después entiendo que no es uno, es como una desconfianza que me tenían. En un momento se siente feo” (Laura, venezolana, 2 años en Chile). Respecto a la desconfianza que refieren sentir de parte de los chilenos, en la investigación de Tijoux y Sir (2015) sobre migración peruana de trayectoria laboral ascendente, se señala que, a pesar del aparente “éxito” laboral y económico y de contar con una visa definitiva, los migrantes peruanos están siempre bajo sospecha. En su experiencia, Laura reporta ser permanentemente objeto de desconfianza por su condición de extranjera y nacionalidad venezolana.
Ahora bien, otro aspecto que se encuentra vinculado con el maltrato es la sexualización del cuerpo racializado de la mujer afrolatinoamericana en el ámbito del trabajo doméstico. Al respecto, Tijoux y Palominos (2015) señalan que tanto los estudios de género como los de racismo confluyen al reconocer que los conceptos de racialización y sexualización se encuentran íntimamente ligados, reforzando las relaciones de poder que les dan origen. En relación con esto, una de las mujeres participantes del taller señalaba estar permanentemente bajo sospecha e identificada al trabajo sexual, lo que era sentido por ella como una vulneración a su dignidad: “ese es el único trabajo que me ofrecen y yo no quiero esto” (Mujer colombiana, participante taller, 2018), o “las mujeres migrantes aquí somos tomadas, percibidas como un objeto sexual” (Cuaderno de notas, mujer colombiana, taller 2018). Esto provocaba en ellas expresiones de vergüenza y rabia que, como señalan Tijoux y Sir (2015) siguiendo a Simmel (1938) y Goffman (2010), constituye un indicador de racismo cotidiano:
La vergüenza, como reacción contra un rasgo que se considera impuro y que les es asociado […], es señal de un racismo cotidiano que se revela en esa “mirada excesiva” que pone en el centro de la atención aquellos rasgos que se encuentran […] al menos, devaluados (p. 143).
Si bien las mujeres perciben tratos diferenciados hacia ellas, también reconocen que estos pueden variar: “Hay uno que dice ‘cómo estás linda y otro dice cállate, sale a tu país, no trata bien. Tienes choferes de micro que te cierran la puerta y otros que te dicen ven, ven” (Abigail, haitiana 3, años en Chile). En el caso de Laura, ella fue de a poco construyendo un discurso para defenderse de los malos tratos: “‘mire, no se trata de nacionalidad, se trata de gente’, porque yo no me les quedo callada, yo les digo las cosas” (Laura, venezolana, 2 años en Chile). Estas respuestas coinciden con resultados obtenidos por Lahoz y Forns (2016), al darse cuenta de que “las y los peruanos migrantes perciben mayor discriminación dirigida a su grupo como un todo que a ellos, personalmente” (p. 163). Esta percepción les protege del estrés generado por la discriminación percibida. Esther, por su parte, reporta la sensación de un maltrato constante hacia las personas provenientes de Haití que tiene consecuencias en el ánimo: “tú puedes saludar a un chileno en la calle y no contestan […]. Ahora veo que los haitianos pierden todo, su sonrisa, su alegría aquí en Chile. Es difícil, no sé, es terrible” (Esther, haitiana, 2 años en Chile).
Asimismo, Carmen Luisa da como ejemplo una situación vivida durante la pandemia provocada por la COVID-19, en la oficina de la Policía de Investigaciones (PDI) donde los extranjeros deben hacer trámites de migración: “el otro día estuve en una cita para la PDI y una persona chilena me rechazó, me dijo: quítate de ahí, negra, que tu fuiste la que trajiste el Coronavirus a Chile” (Carmen Luisa, dominicana, 8 años en Chile). Este tipo de estigmatizaciones por su condición de mujer migrante no son exclusivas de este contexto excepcional de pandemia. En el año 2017 se desató una alarma pública en los medios por cuatro casos de personas haitianas diagnosticadas con lepra y un año más tarde, al publicarse las cifras que ubicaban a Chile como uno de los países con mayor aumento de VIH a nivel mundial, algunos congresistas atribuyeron a dicha cifra el aumento de inmigrantes en el país. Como señaló el Colegio Médico de Chile (2019), se imputa a los inmigrantes del aumento de enfermedades infectocontagiosas, cuando se trata de años de ausencia de políticas públicas específicas para prevenir estas enfermedades. Lo anterior se vincula, como señala Fassin (1996) a que son los inmigrantes y los desplazados a quienes se les responsabiliza de enfermedades infectocontagiosas que son “emblemáticas” de las consecuencias de la desigualdad social y cultural.
Conclusiones
En este artículo hemos expuesto algunos resultados de la sistematización de experiencia de los talleres de promoción de salud mental, realizados durante cuatro años con mujeres migrantes latinoamericanas y caribeñas en Santiago de Chile. La pregunta que orientó esta indagación fue ¿cómo expresaron las mujeres migrantes sus malestares en los talleres y a qué problemáticas psicosociales están referidas? De tal modo se buscó describir el impacto subjetivo que han tenido en ellas las problemáticas que enfrentan en su inserción a Chile, agrupándolas en cuatro ámbitos de problemáticas identificadas en esta sistematización: las dificultades en el acceso a regularización y revalidación de títulos, condiciones de trabajo y, en particular, del trabajo en el servicio doméstico, mantención de vínculos familiares en la distancia, y las experiencias de malos tratos en la vida cotidiana en Santiago.
Respecto al primero, se concluye que las mujeres comparten una sensación inicial de engaño por parte de quienes les hablaron de Chile como un país de destino que ofrecía oportunidades para ellas y, sin embargo, al llegar, se encuentran con múltiples trabas y dificultades como la regularización de su condición migratoria y la legalización de sus títulos. Por una parte, las mujeres expresaban vivir en constante espera de sus documentos de identidad como resultado de los procesos de regularización, viviendo con temor a ser fiscalizadas y a no tener acceso a trabajos que exigen un carnet de identidad, o a ayudas estatales. Esto se identifica como un punto de tope o nudo que no les permite avanzar en sus propósitos migratorios ya que les trae, entre otras consecuencias, dificultades para encontrar vivienda. Por esto, muchas veces tienen que conformarse con el acceso a una habitación en una casa o departamento, donde se comparten espacios en malas condiciones con otros inquilinos, lo que es experimentado como una condición indigna. De igual modo, se identificaron dificultades y, en ocasiones, imposibilidad en la revalidación de títulos y, por tanto, frustración de sus expectativas de inserción profesional en Chile. Lo anterior hace que las mujeres se cuestionen la continuidad de sus proyectos migratorios.
En relación con el segundo ámbito de problemáticas a las que estaban vinculados los malestares expresados por las mujeres, relativo a las condiciones de trabajo y, en particular, al trabajo en el servicio doméstico. Aquí se identifica un discurso común que atraviesa las diversas experiencias de las mujeres que, en continuidad con las problemáticas relativas a la legalización de documentos, están teñidas por la sensación de frustración y engaño en la búsqueda de trabajo en Chile. Ahora bien, aun cuando algunas mujeres cuenten con documento de identidad y permiso de trabajo y con experiencia profesional o técnica, por lentitud o dificultad en la revalidación de títulos, deben conformarse con trabajos de baja calificación. Esto trae aparejados sentimientos de fragilidad, así como sentimientos de menoscabo y subvaloración de sus capacidades por parte de la sociedad chilena. Como señala Ehrenberg (2016), estos sentimientos les llevan a sentir vergüenza y, cuando se extiende por largo tiempo, sus vidas en Santiago parecen teñirse de sentimientos de soledad y aislamiento. En este ámbito del trabajo doméstico, también se identificaron problemáticas vinculadas a la sexualización del cuerpo de la mujer afrolatinoamericana, lo que las impacta en términos de la sensación de vulneración de su dignidad y vergüenza, en una experiencia que da cuenta de un racismo cotidiano (Tijoux y Sir, 2015).
Un tercer ámbito de malestares estaba vinculado a las dificultades y dinámicas en los intentos de mantener vínculos familiares en la distancia. Aquí hemos dicho que, en el caso de las mujeres jefas de hogar, circula el discurso del sacrificio de su propia vida en la migración por el bienestar de la familia, que se tiñe de un carácter culposo por el sentimiento de haberles “abandonado”. Aquí se pone en juego un ideal de la maternidad, cuyo ejercicio a distancia se considera como una situación anómala que es necesario reparar. Lo anterior, muchas veces convive con la satisfacción por el logro de autonomía (económica y personal) que muchas veces refuerza el sentimiento de culpa. Sin embargo, en los casos en que las mujeres evalúan que han fracasado en cumplir con sus deberes económicos con las familias en origen o, como señalamos en el punto anterior, se vive con sentimientos de insuficiencia y vergüenza. En los contactos telefónicos con las familias, se esconden estas experiencias o estos contactos disminuyen su frecuencia, lo que muchas veces acrecienta la sensación de soledad. Por último, en este ámbito hay quienes expresan su malestar por haberse ausentado de la vida cotidiana de sus seres queridos, lo experimentan como una pérdida insuperable y lo expresan como un estado de añoranza permanente.
Por último, respecto a las experiencias de malos tratos en la vida cotidiana en Santiago, estos se sitúan tanto en el espacio público con personas desconocidas, como en las relaciones laborales. En general, estos malos tratos consisten en agresiones por su condición de extranjeras latinoamericanas y caribeñas (por su manera de hablar y costumbres calificadas negativamente), intersectado con la condición de migrantes económicas y de mujeres afrodescendientes (por su color de piel), lo que las deja en un lugar de permanente sospecha y desconfianza, siendo objeto de agresiones basadas en estereotipos de género y etnonacionales, así como en atribuciones “raciales” y por su condición económica. Del mismo modo, la sexualización de sus cuerpos también emergió en los relatos como fuente de malestar subjetivo.
Fuente: revistas.ucr.ac