CIUDAD JUÁREZ, CHIHUAHUA — Los niños salieron de una furgoneta blanca, aturdidos y cansados, restregándose los ojos para sacarse de encima el sueño.
Habían estado camino al norte, viajando sin sus padres, con la esperanza de cruzar la frontera hacia Estados Unidos.
Pero no lo lograron.
Detenidos por los agentes de inmigración mexicanos, fueron trasladados a un refugio para menores en Ciudad Juárez, donde los pusieron en fila y los formaron contra un muro para ser procesados. Para ellos, este recinto a kilómetro y medio de la frontera, es lo más cerca que van a estar de Estados Unidos.
“Mami, te tengo una mala noticia”, recuerda haberle dicho a su madre por teléfono una de las niñas del albergue, Elizabeth, hondureña de 13 años. “No llores, fíjate que me agarró la migración de México”.
Estos niños son parte de una ola creciente de migrantes que esperan encontrar un modo de llegar a Estados Unidos. Si consiguen cruzar la frontera, pueden intentar presentar su caso a las autoridades estadounidenses, ir a la escuela y algún día conseguir empleo para ayudar a los parientes que se quedaron en sus países. Algunos podrían reunirse con sus padres que los esperan allá.
Pero para los que son atrapados antes de cruzar la frontera, el largo camino al norte encuentra su final en México.
Si son de otros lugares del país, como sucede cada vez con más frecuencia debido a la carga económica que supone la pandemia, un familiar puede recogerlos aquí y llevarlos a casa.
Pero la mayoría de ellos son de Centroamérica y han sido empujados al norte por una vida insostenible de pobreza, violencia, desastres naturales y la pandemia, y alentados por la promesa del gobierno del presidente Joe Biden de un enfoque más generoso hacia la inmigración.
Esperan en albergues en México, a menudo durante meses, para que se completen los trámites. Luego son deportados.
El camino no es fácil y los chicos que emigran solos a la frontera que Estados Unidos comparte con México tienen que crecer rápido.
En el refugio, la mayoría son adolescentes, pero los más pequeños tienen hasta 5 años. Viajan solos, sin sus padres —en grupos de chicos o con algún pariente o amigo de su familia— y pueden toparse con las redes criminales que a menudo se aprovechan de los migrantes, o los agentes fronterizos que están decididos a detenerlos. Pero siguen intentando. Y vienen por miles.
“Hay un gran flujo, por razones económicas, y no se detendrá hasta que la vida de la gente en estos países mejore”, dijo José Alfredo Villa, director del refugio “Nohemí Álvarez Quillay” para menores no acompañados en Ciudad Juárez.
En 2018, 1,318 niños ingresaron en los albergues para menores no acompañados de Ciudad Juárez, según las autoridades locales. En 2019, el número de admisiones creció a 1,510 niños, y luego bajó a 928 el año pasado debido a la pandemia.
Pero en los dos primeros meses y medio de este año se ha disparado a 572, un ritmo que, de mantenerse, sería mayor que el de 2019, el año con las cifras más altas de las que hay registro.
Cuando los menores entran al albergue su escolaridad se detiene pues el personal no logra ofrecer clases para tantos niños procedentes de países distintos y con historiales académicos tan diversos. Así que más bien, los chicos llenan sus días con clases de arte, donde a menudo dibujan o pintan sobre fotografías de sus países de origen. Miran televisión, juegan en el patio o hacen tareas para ayudar al funcionamiento del albergue, como lavandería.
Pero el panorama en Ciudad Juárez, al otro lado del río Bravo de El Paso, en Texas, solo cuenta una parte de una historia más amplia que se extiende a lo largo de los casi 3,000 kilómetros de la frontera.
Elizabeth, la niña de 13 años de Villanueva, Honduras, dijo que cuando las autoridades mexicanas la detuvieron a principios de marzo, pensó en lo decepcionada que estaría su madre en Maryland.
Cuando la llamó desde el refugio, su madre estaba feliz porque pensaba que había cruzado, dijo Elizabeth. Luego, al enterarse de la noticia, su madre rompió a llorar al otro lado del teléfono.
“Le dije que se tranquilizara”, dijo Elizabeth. “Si Dios quiere nos volveremos a ver”.
The New York Times accedió a utilizar los segundos nombres de todos los menores no acompañados entrevistados para proteger sus identidades. Sus circunstancias familiares y el estado de sus casos fueron confirmados por trabajadores sociales del albergue, quienes están en contacto con sus familias y con las autoridades de sus países para tramitar su deportación.
Si Elizabeth hubiese cruzado el río hasta Texas, su vida sería diferente. Incluso si hubiese sido detenida por el Servicio de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos, habría sido entregada a su madre y se le habría dado una fecha de juicio para presentar su solicitud de asilo.
No es seguro que esta fuera a ser exitosa. En 2019, el 71 por ciento de todos los casos relacionados con menores no acompañados resultaron en órdenes de deportación. Pero muchos nunca se presentan a sus audiencias: esquivan a las autoridades y se mezclan entre la población, para vivir en la evasión.
Para la mayoría de los niños del refugio ser detenidos en México significa una sola cosa. La deportación a sus países en Centroamérica.
Unos 460 niños han sido deportados de los albergues de Juárez en los tres primeros meses del año, la mayoría a Centroamérica, según Villa, el director del albergue.
Y a menudo esperan durante meses mientras los funcionarios mexicanos encuentran dificultades para conseguir la cooperación de sus contrapartes en Centroamérica y coordinar las deportaciones, dijo Villa.
Elizabeth no sabe quién se hará cargo de ella si la deportan a Villanueva, su ciudad natal en Honduras. Su padre abandonó a la familia cuando ella nació. La abuela con la que vivía se está muriendo.
Cuando su madre se fue en 2017, la afectó mucho, dijo. Su mamá había pedido préstamos para alimentar y vestir a Elizabeth, pero se fue a Estados Unidos a buscar trabajo cuando no pudo pagar las deudas y los usureros empezaron a acosar a la familia.
“Cuando mi mamá se fue, sentí que mi corazón se fue, mi alma”, dijo llorando.
La madre consiguió un buen trabajo de jardinería en Maryland y quiso evitarle a su hija el peligroso viaje a Estados Unidos.
Pero cuando la abuela cayó gravemente enferma, y fue incapaz de cuidarla, fue el turno de la niña de despedirse.
Elizabeth no sabe si volverá a ver a su abuela, dijo.
A principios de marzo, Elizabeth llegó al río Bravo, en la frontera norte de México. Comenzó a vadear en dirección a Texas cuando las autoridades mexicanas la detuvieron y sacaron del agua.
Los funcionarios de inmigración mexicanos la dejaron en el refugio para menores no acompañados “Nohemí Álvarez Quillay”. El albergue lleva el nombre de una niña ecuatoriana que se suicidó en otro albergue de Ciudad Juárez en 2014 tras ser detenida. Tenía 12 años y se dirigía a reunirse con sus padres, que vivían en el Bronx desde que ella era una bebé.
A mediados de marzo, dos semanas después de su llegada, Elizabeth celebró su cumpleaños número 13 en el refugio.
Mientras el personal del albergue cortaba el pastel para Elizabeth —los niños tienen prohibido manipular objetos punzantes—, las autoridades de inmigración dejaron a otros tres niños en el refugio, apenas unas horas después de los ocho que habían llegado esa mañana. Veían dibujos animados mientras esperaban a que los funcionarios del local los ingresaran.
Yuliana, de 15 años, estaba a su lado. Se ha convertido en su mejor amiga desde que llegó al refugio. Fue detenida por las autoridades mexicanas en diciembre cuando intentaba cruzar la frontera cargando a su prima de 2 años y llevaba de la mano a otro primo de 4 años. Yuliana es de San Pedro Sula, Honduras, una de las ciudades más violentas del mundo.
Ambas niñas habían visto a alguno de sus padres en apuros para poner comida en la mesa antes de tomar la dura decisión de emigrar a Estados Unidos. Y las dos sentían que habían decepcionado a sus familias, que su fracaso al cruzar había dado al traste con las tremendas expectativas que se habían depositado en ellas para reunirse con sus padres con el fin de trabajar y enviarles dinero a los familiares que habían dejado atrás.
Para las niñas, el hogar no es un lugar: ni Honduras ni Estados Unidos. El hogar es donde están sus familias. Ahí es donde quieren estar.
“Mi sueño es salir adelante y sacar adelante a mi familia, eso es lo primero”, dice Yuliana. “Ayudar a mi madre y a mis hermanos. A mi familia”.
El día que dejó San Pedro Sula para reunirse con su padre en Florida, su madre le hizo prometer una cosa.
“Me pidió que nunca la olvidara”, dijo Yuliana. “Y le contesté que nunca lo iba a hacer porque me venía más que todo por ella”.
Fuente: chicagotribune