Las autoridades de Estados Unidos enfrentan una ola de niños inmigrantes cuyos padres viajaron a la nación y después mandaron traer a los menores de edad
Miriam Jordan / The New York Times
Ana Paredes paseaba de un lado a otro mientras esperaba ansiosa, su mirada estaba fija en la escalera eléctrica que escupía pasajeros en la zona donde se recoge el equipaje. Cuando salió la niña, Paredes corrió para agarrarla y acariciarla. Pero Melissa, la hija de 10 años de edad que llevaba siete años sin ver, solo le dio un abrazo contenido al inicio.
Antes de abordar el vuelo a Los Ángeles, la niña le había dicho a su madre que estaba preocupada de poder encontrarla en el aeropuerto. “¿Te voy a reconocer?”, le preguntó.
Su llegada el 2 de abril simbolizó el final de una travesía de 4000 kilómetros que comenzó en Guatemala en febrero, continuó por tierra a través de México y terminó en un peligroso viaje en balsa para cruzar el río Bravo y llegar a Texas. Estuvo varias semanas en un hogar grupal que contrató el gobierno antes de que se le permitiera reunirse con su madre y dos hermanos mayores en California.
Cuando Paredes dejó a Melissa en Guatemala en 2014, su hija era una pequeñita alegre, que apenas aprendía los colores y armaba oraciones completas. Ahora, se bajó del avión cargando su propio equipaje, con un aire de madurez y despreocupación, y su grueso cabello negro recogido en un chongo.
Durante los últimos seis meses, casi 50.000 niños migrantes como Melissa han cruzado solos la frontera del suroeste, una extraordinaria nueva ola de inmigración que ha dejado a las autoridades lidiando con tener que abrir refugios y ubicar a los familiares en Estados Unidos.
A diferencia de los niños migrantes que fueron separados de su familia en la frontera bajo el gobierno de Trump, ahora muchos de los niños que llegan fueron dejados por sus padres en Honduras, Guatemala y El Salvador hace algunos años, mientras ellos emprendían la odisea hacia el norte en busca de trabajo. Los padres se sintieron motivados para mandarlos a traer debido al enfoque más relajado del presidente Joe Biden respecto a la inmigración.
Las llegadas están creando reencuentros felices en todo el país, pero también plantea desafíos para los padres como Paredes, quienes pagaron miles de dólares a traficantes para que introdujeran a su hija a Estados Unidos, y ahora debe ayudar a su hija a acostumbrarse a una vida nueva y desconocida.
“Lo hice porque tuve que hacerlo”, dijo Paredes, de 36 años, sobre su decisión de dejar a sus hijos en Guatemala. Esperaba que su familia de aparceros se beneficiara del dinero que lograra enviarles.
“De niña, andábamos descalzos; éramos muy pobres”, dijo. “Yo quería algo mejor para mis hijos”.
Una nueva vida en California
Paredes, una madre soltera, había dejado no solo a Melissa, quien entonces tenía 3 años, sino también a sus dos hijos mayores, de 9 y 6. Les dijo que regresaría en cinco años.
Se reunió con un hermano mayor en Oxnard, California, y encontró trabajo empacando cosméticos en una compañía de la familia Kardashian durante el día, y lavando trastes en un restaurante por las noches. Vivía en un garaje acondicionado como vivienda.
“Desde el primer mes, enviaba todo lo que podía a mi madre e hijos”, relató Paredes, quien enviaba unos 600 dólares al mes.
A lo largo de los años, ayudó a su madre a instalar una cocina en su choza, comprar electrodomésticos y pagar consultas médicas y medicina para tratar sus padecimientos del corazón e hígado. Para sus hijos, el dinero que enviaba se destinaba en ropa, juguetes y gastos relacionados con su educación. Compró una casa modesta a una cuadra de la de sus padres, con la esperanza de algún día vivir ahí con su familia.
Pero, con el paso del tiempo empezó a sentirse más arraigada en Estados Unidos. En 2019, logró juntar 15.000 dólares para que le llevaran a sus hijos mayores, Kimberly, de 15 años, y Yeison, de 13.
“Pensé que Melissa aún era muy chica para hacer el viaje”, dijo Paredes.
A inicios de este año, con un nuevo presidente en la Casa Blanca y noticias de que las familias con hijos pequeños no eran rechazadas en la frontera, el hermano de Paredes decidió traerse a su hija, su yerno y nieta de 9 meses a Oxnard.
Le dijeron que Melissa podía acompañarlos. Paredes acordó con un coyote pagarle 3400 dólares para que la cruzaran.
El 14 de febrero, los cuatro partieron de Guatemala con otros migrantes que se encaminaban al norte. Las mujeres y niños se apretujaron en el asiento trasero del camión. Los hombres viajaban en la caja de carga.
Unos 10 días después de iniciado el viaje, llegaron a la frontera entre México y Estados Unidos, dijeron los parientes, y estuvieron encerrados con otros 100 migrantes esperando cruzar el río Bravo.
Pasaron muchos días. La bebé estaba inquieta y hambrienta, dijo la nuera de Paredes, Marlin. “Yo lloré. No nos dejaban salir de ese lugar, y yo sentía ganas de salir huyendo”.
Para cuando fue su turno de irse, dijo Melissa, había repetido en su mente una y otra vez lo que tenía que hacer.
Una vez en suelo estadounidense, debía distanciarse de sus parientes y entregarse a los agentes de la Patrulla Fronteriza. Debía decirles: “Yo vine sola, no conozco a ninguno de los migrantes”. Cuando le preguntaban si tenía familia en Estados Unidos, debía dar el nombre de su madre, la ciudad en la que vivía y su número de celular, que se había memorizado.
Le explicaron que esta táctica de la separación ayudaría a que la dejaran quedarse, incluso si los adultos del grupo eran expulsados, como suele suceder.
Era una noche cerrada cuando Melissa, sus parientes y otros ocho migrantes siguieron a un guía; solo su linterna iluminaba el camino a la orilla del río.
Al abordar una balsa inflable, el guía les instruyó que se arrodillaran, en hileras de cuatro, con los brazos pegados al cuerpo.
“Teníamos que estar firmes así”, dijo Melissa, y se agachó para mostrarlo. “Mis zapatos se mojaron todos”.
No mucho después de desembarcar del otro lado, llegó la Patrulla Fronteriza.
A las pocas horas Melissa se subió a una camioneta con varios adolescentes. Los dejaron en una enorme estructura con carpas en Donna, Texas, donde procesaban a los menores que viajaban sin acompañantes.
Melissa recordó el número de teléfono de su madre, y un agente llamó a Paredes en Oxnard para informarle que su hija estaba a salvo. Era el 4 de marzo.
Gran parte del cúmulo de casos se ha despejado en Donna, pero en aquel momento, más de 1000 jóvenes estaban hacinados en módulos separados por láminas de plástico transparentes. Algunos dormían en azules bancos metálicos porque no había suficiente espacio en el piso. Melissa dijo que compartía un colchón en el suelo con otras dos niñas.
Después de varios días, la enviaron a que se quedara con otros cinco niños en un hogar temporal en Corpus Christi, Texas.
Ahí, Melissa compartió una habitación con una niña de 13 años de El Salvador y otra de 10 años de Honduras, de quien se hizo amiga con facilidad, contó. La mujer encargada del hogar, que hablaba español, las llevó a una tienda, donde Melissa eligió una sudadera rosa con un arcoíris. Visitaron un parque con juegos. Un domingo, fueron a la iglesia.
En Oxnard, Paredes preparaba el papeleo necesario para recuperar la custodia de su hija.
A finales de marzo, Paredes fue informada de que cumplía con todos los requisitos, incluyendo una revisión de antecedentes. Lo único que tenía que hacer era pagar 1400 dólares para un boleto de ida para Melissa y otro para que alguien la acompañara.
En una llamada, Melissa le preguntó a su madre si la reconocería. “¿Cuántos años tenía cuando te fuiste? No me acuerdo de ti”.
“Sí me vas a reconocer”, le dijo Paredes a su hija. “Recuperaremos el tiempo perdido”.
Una bienvenida con globos
En Oxnard, Melissa fue recibida por sus hermanos con cariño, así como su prima, que había hecho el viaje desde Guatemala con ella.
Unos globos coloridos y un letrero con el mensaje: “Bienvenida, hermanita. Te queremos mucho”, cubrían una pared.
Melissa también tenía algo que mostrarles. Había logrado hacerse de un recuerdo de su estadía en el campamento de la Patrulla Fronteriza: no una, sino dos mantas de mylar.
Melissa compartía una cama grande con su mamá. Una noche, Paredes reunió el valor para preguntarle por qué le había dejado de hablar luego de que sus hermanos se fueron de Guatemala.
“Pensé que me habías dejado para siempre, pensé que nunca me traerías”, le contestó Melissa.
“Nunca quise abandonarte”, repuso Paredes.
Al igual que otros menores no acompañados que entran ilegalmente, Melissa ha sido puesta en proceso de expulsión. Su familia espera que consiga un indulto.
El 15 de abril, Melissa cumplió 11 años.
Después de trabajar en el campo, Paredes se cambió al llegar a casa y salió a comprar pizza, pollo asado y un pastel de tres leches.
Familiares y amigos no tardaron en llegar en desbandada al apartamento.
Pero tanta atención abrumó a Melissa y la hizo sentirse avergonzada.
“Es su primera fiesta de cumpleaños”, explicó su mamá en privado.
Paredes tuvo que darle un empujón para que se parara frente al pastel mientras le cantaban en español, y luego gritaron: “¡Feliz cumpleaños!”.
En su primer intentó sopló todas las 11 velas, con una gran sonrisa.
Fuente: amqueretaro