Simón y María Fernanda están juntos desde octubre de 2016. Un año y nueve meses después él decidió irse caminando hasta Lima, la capital de Perú, desde su natal Mérida, Venezuela. Ella lo siguió un mes y medio más tarde. Hoy suman más de un lustro como pareja que se mantiene unida pese a las dificultades de ser migrantes

“Oye, yo he caminado tantas veces esta subida de mi casa que puedo caminar de aquí a Perú”. Eso decía un mensaje de texto que recibió María Fernanda Alarcón de su novio, Simón Urbáez. Era junio de 2018 y ellos tenían un año y ocho meses de una relación que comenzó sin peticiones formales de noviazgo y que se ha mantenido hasta ahora con la premisa mutua de dejar que todo fluya.

Simón tiene 26 años y Fernanda, como él la llama, 25. Ambos nacieron en Mérida, ciudad andina de Venezuela. Cuando tenían 4 y 3 años de edad, compartían en la casa de un familiar de ella, encargado de cuidarlos mientras sus padres trabajaban. Luego de su infancia, ninguno volvió a saber del otro hasta 2012, cuando una prima de Fernanda publicó en Facebook una foto de ellos en aquella vivienda donde pasaron parte de su niñez.

Oye, yo he caminado tantas veces esta subida de mi casa que puedo caminar de aquí a Perú

“Nos agregamos como amigos en Facebook en 2012, pero cada uno tenía una relación sentimental con otra persona, y pues nunca nos contactamos hasta 2016, cuando yo le escribí”, recuerda Fernanda. “Todo comenzó con un ‘¡hola!’ que ella me envió”, agrega Simón. Acordaron reencontrarse de nuevo después de 17 años sin verse, pese a que ambos vivían en el mismo sector de Mérida. En octubre de ese año iniciaron su relación, compartiendo a diario sus vivencias como estudiantes universitarios y jóvenes en busca de mejores oportunidades.

16 días caminando y sin teléfono

El primero de julio de 2018 Simón salió de Mérida a San Antonio del Táchira en un autobús. Allí, junto a otros jóvenes como él, cruzó la frontera con Colombia por una trocha, porque el paso legal estaba cerrado desde hacía dos años. Su tránsito le costó 10.000 pesos colombianos, unos 3,5 dólares en aquel momento, dinero que él no tenía y que un amigo le prestó. Para pagar este préstamo, Simón tuvo que vender su celular, único medio de comunicación que tenía con Fernanda y su familia.

Me estafaron. Primero, me dijeron que mi teléfono costaba 45.000 pesos, y después supe que valía unos 150.000 pesos. Además de eso, el hombre al que le iba a vender el celular se fue con él y no regresó nunca con el dinero”, recuerda Simón. Desde entonces y hasta que llegó a Lima, Fernanda tenía noticias de él esporádicamente, a través de otros migrantes que se iban separando a lo largo del camino, recorrido en 16 días que transcurrieron entre Colombia, Ecuador y Perú.

Todo comenzó con un «¡hola!» que ella me envió

“Ellos (los otros caminantes) organizaron un grupo por WhatsApp. Yo les escribía para saber de Simón y nada más me decían: “No, él va en otro grupo, va más adelante. Sí, lo acabamos de ver.” Y así, porque se separaban. Pero siempre Simón mantenía la comunicación, hasta que llegó el punto en que se separaron todos y él quedó como con cinco muchachos, y ninguno tenía teléfono”, narra Fernanda.

Simón salió de su casa como emigrante con lo puesto, un morral con algo de comida y poca ropa. No llevaba dinero. El escaso sueldo que recibía como operador de una emisora de radio en Mérida no le alcanzaba ni para pagar sus pasajes diarios, en una ciudad donde además el transporte público prácticamente había desaparecido para esa época, entre 2017 y 2018. Su decisión de irse así, como caminante, la tomó por no tener más opciones de supervivencia.

“Yo sabía de él porque me escribía de distintos números telefónicos colombianos. Incluso hubo uno del que Simón me escribió, y debe ser que llegó la gandola (transporte de carga pesada), no sé, y la señora me mandó una nota de voz gritándome: “¡Ya se fueron, ya se fueron! Se acaban de montar en la gandola”, recuerda ella. “Sí, eso fue por Cali”, precisa él.

Separación, reencuentro y rutinas

Simón llegó a Lima el 16 de julio de 2018. El viaje a través de Colombia fue el más duro, porque lo hizo a pie y en aventones. Al entrar a Ecuador pudo trasladarse en un autobús hasta la frontera peruana y luego tomar otro hasta la capital de este país. Mientras tanto, Fernanda esperaba en Mérida a que le dieran un dinero para poder viajar ella en autobús desde Cúcuta, Colombia, hasta Lima. Un mes y medio después de haberse separado, el 14 de agosto ella emprendió su viaje.

“Yo lo que tenía eran dos almohadas”, recuerda Simón, mientras Fernanda se ríe compartiendo el recuerdo. “Y, bueno, cuando Fernanda llegó, después de un mes y medio sin verla, fue emocionante. La vi como a las once de la noche, cuando salí de trabajar”, cuenta él.

Yo sabía de él porque me escribía de distintos números telefónicos colombianos. Incluso hubo uno del que Simón me escribió, y debe ser que llegó la gandola (transporte de carga pesada), no sé, y la señora me mandó una nota de voz gritándome: “¡Ya se fueron, ya se fueron! Se acaban de montar en la gandola

Fernanda llegó a Lima con una tía, y los tres vivieron juntos por un tiempo, primero en una misma habitación y luego en un mismo apartamento. Poco después la pareja decidió mudarse a Huacho, un pueblo peruano costero que queda a tres horas de Lima por carretera. Allí, la rutina por las largas jornadas laborales de ambos en el mismo lugar de trabajo, aunada a las pocas opciones de distracción que tenía la ciudad, hicieron mella en la relación.

“Pasábamos todo el día juntos, pero no era algo bonito. Era trabajo. Y en la noche llegábamos a la casa y era como que todavía estaba el trabajo. Nos decíamos: mira, tú no hiciste esto. Eso también fue parte de nuestro problema, más que todo el trabajo y el estrés del trabajo”, cuenta Fernanda, quien pronto cambió de empleo y Simón también lo hizo más adelante.

Pasábamos todo el día juntos, pero no era algo bonito. Era trabajo. Y en la noche llegábamos a la casa y era como que todavía estaba el trabajo. Nos decíamos: mira, tú no hiciste esto. Eso también fue parte de nuestro problema, más que todo el trabajo y el estrés del trabajo

Pese a que ya no trabajaban juntos, el pueblo donde vivían no les brindaba opciones distintas para pasar a gusto su tiempo libre. Eso los hizo caer en una rutina desagradable, que afectó la relación e impulsó a María Fernanda a insistir en que debían mudarse a Lima.

“Tuvimos muchos problemas, hasta que Fernanda decidió que se venía a Lima, y ahí también íbamos a romper porque yo no quería venirme. Pero al final decidí que sí, que fue lo mejor. Estuvimos dos meses separados”, apunta él. “Sí, porque en realidad Simón estaba como que seguro de lo que tenía, y como que tenía miedo a volver a empezar, porque tenía estabilidad de trabajo”, agrega ella.

Lima: estabilidad y crecimiento juntos

Simón y María Fernanda viven en Lima juntos desde hace más de un año. Ambos consiguieron mejores empleos que les permiten incluso ahorrar dinero para alcanzar metas personales y en pareja más adelante. La capital del país que los recibió en 2018 les ofrece muchas opciones para compartir y disfrutar juntos cuando descansan del trabajo.

Pasear en bicicleta, compartir con amigos en sitios diferentes y visitar lugares nuevos en la ciudad son actividades que hacen cada fin de semana, porque tienen la fortuna de trabajar solo de lunes a viernes. Ambos coinciden en que mudarse a Lima fue la mejor decisión que pudieron tomar. Aunque no tienen planes de casarse ni de tener hijos por los momentos, están convencidos de que el éxito de su relación ha sido dejar que todo fluya, apoyarse como el mejor equipo y amarse cada día.

“Esa es nuestra historia, la de una pareja que emigró, que tuvo problemas, pero aquí sigue unida. Que tiene cinco años y aún no se casa”, dice Simón, mientras Fernanda se ríe, quizá con la esperanza de que él algún día se decida a dar ese paso. “Que aún no nos casamos porque le tengo miedo al matrimonio, pero quizás en algún momento”, agrega él, como adivinando el sentido de la risa de su compañera de vida.

Esa es nuestra historia, la de una pareja que emigró, que tuvo problemas, pero aquí sigue unida. Que tiene cinco años y aún no se casa