El 18 de diciembre se conmemora el Día del Migrante. A través de la iniciativa #AcáSomos (de ACNUR y la OIM, Organización Internacional para las Migraciones) se conoció la vida de Yamilet Figueroa Córdoba, que abandonó su país en 2007 por el asesinato de su padre y los mensajes intimidatorios hacia ella y hace 9 años vive en Argentina
Por Hugo Martin
En el mundo viven unos 280 millones de migrantes, asegura la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR según su sigla en inglés). Sólo la invasión rusa a Ucrania hizo que más de 7,8 millones de personas dejaran sus hogares, sus afectos y su país para correr a refugiarse en otras naciones. La guerra, el hambre y los conflictos raciales y religiosos conforman la mayor parte de la tragedia humanitaria del exilio. Pero a veces, las historias mínimas, las personales, dejan una profunda huella en la estadística. La colombiana Yamilet Figueroa Córdoba es parte de ese universo desgarrado. Ella es una de los 2,2 millones de migrantes que eligió la Argentina para vivir: el 5% de nuestra población. Reside en la capital de Mendoza desde el 2013. Pero antes de llegar, cuenta, junto a su familia sufrieron una larga persecución en su país y en Ecuador, la tierra que eligió como primer destino para su forzado exilio.
Su historia es común a muchos migrantes. Un desarraigo que no ahorra tristeza y valentía en dosis iguales. Nació el 7 de noviembre de 1968 en Sevilla, el Valle del Cauca, la zona cafetera de Colombia. Su padre, Arley Figueroa Carmona, tenía una empresa de transporte allí y una de taxis en Cali. Entre esas ciudades pasó Yamilet su infancia, junto a su papá, su mamá Ángela y sus dos hermanos, Liliana y Arley. “Mi infancia fue feliz, éramos una familia muy unida”, recuerda “La Mona” (como le dicen desde chiquita por su pelo rubio) vía zoom desde Mendoza con Infobae.
Cuando creció, ingresó en la Policía de Tránsito. Cuenta que en 1991 fue la primera mujer en ser designada en ese cuerpo. Había conocido a quien hoy es su esposo, Leonardo Jiménez Guerrero, cuando tenía 15 años, la misma edad que él. Leonardo trabajaba en una tienda vendiendo arroz y azúcar. Era “granero” como dicen allá. Para 1997, cuando empezaron los problemas, ya tenían un hijo, Alonso y ella estaba embarazada de la segunda, Nicolle.
La tragedia familiar comenzó cuando su padre decidió presentarse como concejal en su ciudad por el partido Liberal. “El era una persona muy social, muy dado a la comunidad. Representaba al gremio de transportes y decidió involucrarse”.
Las elecciones fueron el 25 de octubre. Yamilet fue la última en hablar con su padre. “Yo ya no vivía con él. Salió de su casa, y como yo era agente de tránsito de la policía le hablé por la radio. Iba en su vehículo con una persona más, cuando alguien se le arrimó a pie, volteó a mirar y le dispararon a la cabeza. Lo llevaron al hospital y no sobrevivió… Tenía 50 años”, lamenta.
Aún hoy, el recuerdo de su padre la emociona: “Era mi amigo. Somos tres hermanos, soy la del medio. Teníamos mucha afinidad. Por él soy radioaficionada y me metí a guardia de tránsito. Me enseñó a respetar a las personas, la tolerancia, a que la familia primero, que las mujeres valemos mucho. Siempre lo recuerdo, en cada cosa que hago lo recuerdo. Todo eso se lo transmito a mi hijos. Que hay que estudiar, ser alguien en la vida y dejar una huella”.
Dice Yamilet que la justicia no hizo nada. Que una vez un muchacho se le acercó, le dijo que sabía quién le había disparado, que fue a la fiscalía pero que cuando volvió a buscar al testigo, había desaparecido. “No cualquiera da un testimonio, porque cualquier persona con dinero te manda a asesinar. Entonces él se fue, lo amenazaron y se fue. Y la justicia cerró el caso porque no había acusación sobre ninguna persona…”, afirma.
La familia continuó viviendo en el mismo lugar, pero con miedo. Su hermana ya se había mudado a Canadá. Yamilet y su esposo vivían, además de su empleo en la policía, de una verdulería y un billar. Al dolor por la pérdida de su padre se sumó el hostigamiento que desde el año 2005 ella comenzó a recibir en su lugar de trabajo, donde tenía a cargo a 15 hombres. “Entró un compañero a trabajar que había sido de la guerrilla del M-19 y entregó las armas antes del acuerdo de paz. Me habían ascendido a supervisora de agentes. Mi puesto era muy envidiado, yo era mujer y los hombres lo querían. Ese chico fue mi peor enemigo. Me mandó a asesinar con un hampón, pero se lo comentó a mi marido en el billar y él lo grabó. Presenté el cassette a la fiscalía y nada. Después vinieron amenazas, hasta la guerrilla me amenazó diciendo que saliéramos de ahí o me asesinarían con mi familia. En el 2007 trataron de llevarse a mis hijos, a mi hermano lo encerraron con tres audos, a mi mamá la robaron, le dieron burundanga, nos empezaron a seguir…”.
Entonces tomaron la decisión de escapar de Colombia. En octubre pidió licencia para tener unos días libres y preparar la salida. Malvendieron lo que se pudo, perdieron mucho y toda la familia (ellos más su madre, su hermano Arley, la esposa de éste y dos sobrinos) cruzaron la frontera hacia Ecuador y se instalaron en la ciudad de Cuenca.
“Yo soy licenciada en educación popular, aquí será algo como trabajo social. En la Universidad conocí a una amiga colombiana que es monja y a través de ella al padre Walter Castro, quien me instó a viajar a Cuenca, donde me recibió con toda la comunidad de la Iglesia”, recuerda. Allí presentaron las pruebas de las amenazas para ser considerados refugiados, y en seis meses lograron ese estatus.
Pero en Ecuador, dice, tampoco la pasaron bien. Tuvo varios trabajos: fue docente en un centro de apoyo vinculado a la Iglesia, en una fábrica de ropa y con su esposo pusieron una discoteca y un comercio que deambulaba por las ferias. “Existe mucha xenofobia con el migrante. Dicen que les sacas puestos de trabajo. Una vez hubo una redada donde acusaron a muchos colombianos, argentinos y chilenos de ser prestamistas. Mi esposo y mi hermano cayeron. A mi marido lo liberaron por falta de pruebas y porque tenía todo en regla. Pero mi hermano no estaba anotado en lo que sería la AFIP de allá, entonces permaneció un mes y medio en la cárcel a pesar que estábamos protegidos por ACNUR”.
Finalmente, a través de varias gestiones, lo soltaron. Su hermano, con su familia y su madre, pidió un reasentamiento a través de ACNUR. Y así llegó a la Argentina. Era 2011 y Yamilet permaneció en Ecuador por dos años más. Fueron terribles.
Entre los años 2012 y 2013, cuenta, comenzaron a llegarles amenazas desde la cárcel. “Pensaban que como teníamos una discoteca éramos ricos. Mi mamá me pidió que viniera a la Argentina. Me vino a buscar en julio de 2013. Y el mismo día que llegó, mientras yo la iba a recoger a la terminal, intentaron asesinar a mi esposo. Terminó herido y en el hospital. Se escapó de allí y llegó a casa a las tres de la madrugada”, describe todavía con espanto.
Al día siguiente, su hijo -que regresó a Colombia, pero hoy vive en Mendoza- fue a buscar los documentos de su padre al hospital. Ya tenían la decisión tomada: Argentina sería su próximo destino. Pero cometieron un error, no anunciaron su partida a ACNUR y perdieron su condición de refugiados. En la frontera entre Perú y Chile los rechazaron. Estuvieron dos meses varados hasta que la embajada de Colombia les dio sus pasaportes. Sin dinero, llegaron gracias a la ayuda que les dieron su hermana desde Canadá y su hermano desde Mendoza.
En septiembre de 2013 llegaron a Mendoza. Desde entonces es su lugar en el mundo. Sin embargo, no fue fácil la adaptación. Sobre todo, fue difícil encontrar colegio para su hija, hasta que una preceptora de Escuela Tomás Godoy Cruz se apiadó y la anotó: “Allí se graduó”. Pero sobre todo, porque sufrió un terrible accidente, que le dejó secuelas: “Me enfermé al año siguiente de llegar. Me caí, me golpeé el pecho y me dejó una herida en un pulmón. Por fortuna aquí es gratis la salud. Me operaron dos veces, y fue muy delicado, ahí me lastimaron una cuerda vocal”. Por eso, su voz llega con una permanente afonía.
En 2014, además, su hermano se mudó a Chile. Sólo con la compañía de su madre y su hija, el tiempo que pasó postrada en cama y sin poder hablar le dio a Yamilet una oportunidad de oro, algo que jamás hubiera imaginado. Como una moneda que cae del lado luminoso, su destino comenzó a cambiar. “En 2015, como no me podía mover y ni siquiera hablar por celular, creé un grupo de Facebook llamado ‘Refugiados en Mendoza’. Con mi hija empecé a buscar a la comunidad colombiana, ver qué hacían. Y a medida que conocía a más gente, empezamos con el grupo de danzas La Tambora, que dirige mi hija, a organizar cumpleaños, bailes, a hacer comidas típicas en un emprendimiento gastronómico…” A partir de entonces, y a través de la Asociación Ecuménica de Cuyo, se vinculó con la Red Nacional de Líderes Migrantes en la Argentina y a otras asociaciones de refugiados. Finalmente crearon la Asociación Civil Migrantes Colombianos en Mendoza, donde comenzaron su propio emprendimiento gastronómico y se ayudan mutuamente en los distintos trámites que deben afrontar. Según calcula, hay alrededor de tres mil compatriotas suyos en la región de Cuyo.
En octubre de 2020, en plena pandemia, falleció su madre. Su hermana había viajado desde Canadá para pasar junto a ellas la cuarentena, lo que amainó el duro golpe, al que se sumaban las penurias económicas por la falta de trabajo. Fue entonces cuando ACNUR se acercó y le donó un horno, planchas, cocina y una freidora. “Nunca me habían ayudado así y pudimos seguir con el emprendimiento de gastronomía”, reconoce. Allí preparan exquisiteces como arepas con carne pollo y queso; patacón con carne pollo y queso; empanadas de maíz con carne y papa; buñuelos; sancocho de carne con plátano, papa y maíz; la bandeja paisa “con frijoles, arroz, carne molida, tajada, aguacate y chorizo”, explica; tamales vallunos; lechona de cerdo; pandebono (una suerte de chipá) y otros platos típicos de Colombia. Y también recorren ferias regionales representando a su país de origen.
La historia de Yamilet se visibilizó a través de la iniciativa de sensibilización #AcáSomos, que a través de ACNUR y OIM (Organización Internacional para las Migraciones) se lanzó este año y promueve la integración de las personas refugiadas y migrantes en la sociedad argentina, un país que históricamente tuvo varias corrientes inmigratorias que conformaron su entramado social. En su declaración para conmemorar el 18 de diciembre, Día del Migrante, desde #AcáSomos señalan que “En Argentina, ocho de cada diez personas que llegan provienen de países latinoamericanos y, en la misma proporción, se trata de una población en edades activas laboralmente, entre 19 y 65 años”. Sin embargo, aclaran, “según datos difundidos en 2020, la precariedad laboral atraviesa la inserción de la comunidad refugiada y migrante: el trabajo no registrado alcanza al 47,2%, en tanto un 26,9% son trabajadores autónomos. Más del 36% de las personas refugiadas y migrantes se encuentran bajo la línea de pobreza”.
A pesar de todo el bagaje de sinsabores que lleva sobre sus hombros, Yamilet -que ya tiene su DNI argentino con validez por 15 años- puede sonreír por primera vez después de muchos años: “Salí de Colombia con mucha tristeza, amo a mi país. Yo vi xenofobia en Ecuador, y vine preparada para lo mismo. Pero cuando llegué a conocer a los argentinos y me abrieron la puerta, lo sentí agradable. No se si estaré para siempre, pero fue más lo positivo que lo negativo que viví. Por cierto soy muy feliz aquí, amo Argentina y amo Mendoza”.