El partido de eliminatoria de fútbol masculino entre Perú y Venezuela tuvo una cruel intervención: la policía migratoria de Perú se paró a la entrada del estadio a revisar documentos de los hinchas. Y antes de que alguien entre a decir que “están en todo su derecho”, insisto en que es cruel y discriminatorio perseguir a las personas por su nacionalidad. La idea de que los venezolanos son “ilegales”, “indeseados” y “criminales” se cuela en el discurso, junto con la idea, aún más poderosa, de que son “prescindibles” y “deportables”.
Después del partido, leí en un par de medios que las autoridades peruanas nunca encontraron a esos “migrantes ilegales”. Como afirmó el especialista en derecho internacional Alonso Gurmendi, la medida estuvo orientada a que los xenófobos aplaudieran, no a regular la migración. “El punto es que los vean diciendo que la comunidad que odian va a ser monitoreada, para que sientan que ya no tendrán que convivir con ella. Si se deporta a alguien no importa”, añadió en X. Esos migrantes que acechaban nunca llegaron o desaparecieron como fantasmas.
Esta aura fantasmagórica es la que quiero resaltar, pues recoge la experiencia migrante. ¿La razón? Llegar a un país sin las garantías institucionales significa hacerse invisibles, hacerse notar lo menos posible para así pasar desapercibidos por las autoridades, la ley y los ciudadanos xenófobos. A varios migrantes les toca aceptar trabajos “invisibles”, donde nunca obtienen reconocimiento. En EE. UU., al español se le llama “kitchen language”, que es el que se habla atrás del restaurante, en las profundidades de la cocina, donde nadie mira, donde se lavan los platos y se saca la basura.
Ser migrante sin papeles es salirse de la vida civil y adentrarse a un mundo paralelo donde se cohabita en el mismo espacio, pero en otra dimensión; no en una criminal, sino en una precivil. Se trata de una suerte de estado de naturaleza que se reconoce por la manera como todo se nombra: “la bestia” es el tren de carga mexicano donde se esconden los migrantes, “los coyotes” son los conocedores de las rutas hacia el norte, “el pollero” es quien se dedica al tráfico de migrantes, “la perrera” son los centros donde se detiene a los migrantes. Las referencias son animales porque no hay ciudadanos sin ciudad que los acoja.
En este momento, son miles de personas que transitan por una ruta que desconocemos y se mueven sin que los veamos por las capitales. Hay quienes les temen a estos fantasmas, pero hay otros que, así no los vean, los cuidan. Las patronas, un grupo de mujeres mexicanas, desde hace muchos años sacan de sus limitados recursos para cocinar y lanzarles comida en bolsas a migrantes que pasan a toda velocidad en “los trenes de la muerte”. Estas samaritanas, como también se les conoce, quizás sean la reconfiguración de lo que significa la hospitalidad, una que no exija nombre, ni papeles, ni razones.
Fuente: elespectador