América NorteLos venezolanos estamos solos

Los venezolanos estamos solos

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Migrantes venezolanos, algunos expulsados ​​de Estados Unidos a México bajo el Título 42 y otros que aún no han cruzado, protestan por las nuevas políticas migratorias del país del norte a orillas del río Bravo, en Ciudad Juárez, México, 19 de octubre de 2022. (José Luis González/Reuters)



Cuando eres un reportero venezolano que trata temas migratorios es difícil, aunque necesario, procesar el hecho de que año tras año mis compatriotas y yo estamos cada vez más solos. El último de estos episodios sucedió en Estados Unidos el pasado 12 de octubre cuando, con la aprobación de un permiso humanitario, o “parole”—que si traducimos literalmente significa “libertad condicional humanitaria”—, se llegó a la cúspide de una serie de medidas tomadas en el continente americano para evitar que la migración venezolana siga creciendo.

A esto hay que agregarle que, ahora, los venezolanos están siendo deportados desde Estados Unidos hacia México bajo el Título 42. En México, los están deportando en caliente hacia Guatemala o les dan una notificación de salida del país para cumplir en 15 días y hasta en Chile están siendo expulsados en vuelos hacia Venezuela.
Desde Ecuador, país donde resido y al cual emigré hace seis años, el anuncio de este parole se sintió como finalmente caer al vacío, a un pozo de agua fría desde donde el rescate se ve cada vez más iluso y lejano. Imagino que fue una sensación similar para los aproximadamente 500,000 venezolanos que viven aquí, o para los casi 2,000 que venían desde Chile y Perú con las esperanzas de llegar a Estados Unidos y se quedaron varados en Guayaquil.

Desde 2017 hasta la fecha, al menos 23 países han impuesto visas de entrada o políticas públicas restrictivas de migración para que ninguno de los 7.1 millones de venezolanos que se han ido del país puedan establecerse en esos Estados. Las medidas han sido el equivalente a cerrar un ojo e intentar tapar el lejano Sol con un pulgar, una mera ilusión de logro. Una “solución” que no soluciona nada.

El “permiso humanitario” que aprobó el gobierno de Estados Unidos se ha convertido en la punta de lanza de una serie de medidas en América Latina que han buscado cercenar la libertad y el derecho de los seres humanos a migrar. Un derecho que se establece en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en sus artículos 13, 14 y 15 y en el Pacto Mundial de Migraciones.

En Perú, por ejemplo, la Superintendencia Nacional de Migraciones está trabajando en una propuesta para cambiar el reglamento migratorio. En Ecuador, la Asamblea Nacional modificó la Ley Orgánica de Movilidad Humana para aumentar las causales de deportación entre las que destacan “representar una amenaza para la seguridad nacional”. Colombia es el país que más migrantes venezolanos ha recibido en el mundo con 2.5 millones de personas. Y desde que llegó el gobierno de Gustavo Petro, sus políticas migratorias han dado pasos preocupantes para la estabilidad social y económica de los venezolanos que viven ahí, como lo ha sido la eliminación de la Oficina para la Atención e Integración Socioeconómica de la Población Migrante o la antigua Gerencia de Fronteras.

La administración del presidente de Estados Unidos, Joe Biden, justificó esta medida como una manera de ofrecer a los venezolanos una vía regular y segura de migración hacia ese país. Esto aparenta responder a que la mayoría de estas personas llegan a la frontera sur de Estados Unidos después de cruzar algunos países de América del Sur, el tapón del Darién entre Colombia y Panamá, toda América Central y México.

Pero cuando leemos los requisitos del “permiso humanitario” nos damos cuenta de que buena parte de la población migrante venezolana queda descartada, especialmente porque solo hay 24,000 cupos en este nuevo proceso para una migración masiva que, por ejemplo, representa 70% del movimiento humano que se ha presentado este año en el tapón del Darién. Pasaporte válido, no tener doble nacionalidad, no tener residencia permanente en un segundo país, no tener la condición de refugiado en otro país, estar fuera de Estados Unidos y contar con un patrocinador que pueda mantenerlo son algunos de los requisitos que los venezolanos deben cumplir ahora si quieren llegar a ese país.

Desde mi experiencia, el viaje migratorio no ha sido fácil: en 2017, con mi esposa y mi hijo mayor, que en ese momento tenía ocho meses de nacido, viajamos desde Caracas hasta la ciudad fronteriza de San Cristóbal, entre Venezuela y Colombia. Desde ahí cruzamos caminando el puente internacional Simón Bolívar y en Cúcuta abordamos un autobús que nos dejó en Quito después de tres días de viaje. Sobre carreteras plagadas de baches y la fragilidad de un autobús cuya fecha de expiración parecía cercana, esperábamos las paradas de revisión policial que nos helaban los huesos y la hostilidad de los agentes fronterizos que no parecían tener reparo en recordarnos que no éramos bienvenidos. Era difícil imaginar, en ese momento, que las travesías de los venezolanos para escapar de la dictadura en la que se había convertido nuestro país podrían ser mucho peores.

Para quitar la última franja de dignidad a estas personas, ciertos gobiernos estatales de Estados Unidos han usado a los venezolanos como chivos expiatorios políticos ante unas elecciones de medio término que tiene contra las cuerdas a la administración de Biden. Cientos de venezolanos fueron forzados a subir a autobuses desde Texas o Florida hacia Nueva York o Washington D.C. por mandato de los gobernadores Greg Abbott y Ron DeSantis. Esto sin olvidar el lamentable incidente frente la casa de la vicepresidenta Kamala Harris o en Martha’s Vineyard, donde los migrantes fueron expuestos como actos de un circo macabro.

Los gobiernos de Estados Unidos y de América Latina le cerraron las puertas a los venezolanos, los dejaron solos en una dinámica de migración que ahora será más peligrosa porque las fronteras son porosas y los migrantes seguirán llegando, exponiéndose a mafias de tráfico de migrantes, delincuencia armada, condiciones climáticas adversas y la cosificación de sus esperanzas a cambio de puntos políticos.

Venezuela continúa bajo una crisis humanitaria compleja y su población, al no tener un gobierno que vele por sus derechos y futuro y sin un apoyo internacional efectivo que garantice que, al menos, los derechos básicos de sus migrantes se verán protegidos, está envuelta en una soledad administrativa, política y social que retumba en todo el continente. Los que se quedaron y los que nos fuimos debemos lidiar con ese desamparo para tratar de conseguir el futuro estable que nos fue robado.

Fuente: washingtonpost


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