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Una niña y un sueño se perdieron en la selva

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Julie Turkewitz y 

Julie Turkewitz, jefa del buró de los Andes, y Federico Rios, fotógrafo para el Times, recorrieron los 112 kilómetros de la ruta de los migrantes en el Tapón del Darién para esta historia.

TAPÓN DEL DARIÉN, Panamá — En la oscuridad, la niñita llamó a su madre; la luna iluminaba su diminuta silueta.

Las dos habían salido de su casa en Venezuela una semana antes, con destino a Estados Unidos. Para lograrlo, tendrían que atravesar una selva bestial llamada el Darién.

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Y en el caos de la jornada, la niña había perdido a su único progenitor.

Para espantar el miedo, Sarah Cuauro, de apenas 6 años, empezó a cantar.

“La gloria de Dios, gigante y sagrada”, esbozó con voz quebrada entre lágrimas. “Me carga en sus brazos”.

Casi tres años después de que una pandemia mortal comenzara a asolar el mundo, una combinación devastadora de las secuelas de la pandemia, el cambio climático, el aumento de los conflictos y la inflación exacerbada por la guerra en Ucrania está creando una transformación importante en la migración mundial, al enviar a millones de personas lejos de sus hogares.

Las Naciones Unidas indican que ahora hay al menos 103 millones de personas en situación de desplazamiento forzoso en todo el mundo, una cifra históricamente alta que se espera que vaya en aumento.

En pocos lugares es más evidente ese cambio que en el Tapón del Darién, un puente terrestre sin carreteras, hostil y poco poblado que conecta Centro y Sudamérica y que hay que atravesar para llegar a Estados Unidos a pie.

Durante décadas, el Darién se consideraba tan peligroso que solo unos cuantos miles se atrevían a cruzarlo cada año. Hoy, es un embotellamiento.

Desde enero, al menos 215.000 personas han atravesado el Darién, casi el doble que el año pasado, y casi 20 veces el promedio anual entre 2010 y 2020.

La enorme avalancha de migrantes a través del Darién está alimentando un creciente problema político en Estados Unidos, donde este año se ha detenido a más de 2,3 millones de personas en la frontera sur, un aumento sin precedentes que ha ejercido una intensa presión sobre el presidente Joe Biden para que detenga el flujo.

Las personas que cruzan el Darién este año son en su inmensa mayoría venezolanas, muchas de ellas desgastadas por años de calamidad económica bajo un gobierno autoritario.

Pero son solo una parte del movimiento diverso de migrantes que atraviesan la selva: cubanos, haitianos, ecuatorianos y peruanos también están cruzando en grandes cantidades, mientras que los afganos, muchos de ellos en su huida de los talibanes, se encuentran entre los grupos que crecen con más rapidez.

ImageEl Tapón del Darién, que solía ser una selva impenetrable, es ahora un camino usual para los migrantes.
El Tapón del Darién, que solía ser una selva impenetrable, es ahora un camino usual para los migrantes.

 

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Para muchos, el viaje es tremendamente más agotador de lo que habían imaginado.
Para muchos, el viaje es tremendamente más agotador de lo que habían imaginado.

 

Al menos 33.000 de las personas que han hecho el viaje este año son niños.

Algunas personas que migran proceden de familias extremadamente pobres. Pero muchas, como Sarah y su madre, Dayry Alexandra Cuauro, fueron alguna vez de clase media, y ahora, empujadas a la desesperación por la ruina financiera de su país, han decidido arriesgar sus vidas en la selva.

“Las cosas han ido de mal en peor”, dijo Cuauro, de 36 años, quien era abogada en Venezuela. “Decidí tomar esta travesía por el futuro de mi hija”.

Para comprender lo que impulsa este viaje que tantos emprenden, dos periodistas de The New York Times hicieron la ruta completa en septiembre y octubre y entrevistaron migrantes, guías, agentes de seguridad, líderes comunitarios, funcionarios y trabajadores dedicados a la asistencia humanitaria.

La ruta comenzó en un pueblo playero colombiano, pasó por varias fincas y comunidades indígenas, cruzó una agotadora montaña llamada la Loma de la Muerte y luego serpenteó a lo largo de varios ríos antes de llegar a un campamento del gobierno en Panamá.

Quedó claro que el Darién se ha convertido en un negocio multimillonario que cada vez está más organizado a fin de trasladar a la mayor cantidad de personas e incluye guías que han formado cooperativas, lugareños que han marcado la ruta con banderas azules y operaciones de trata que anuncian abiertamente sus servicios en Facebook y TikTok.

Como resultado, decenas de miles de personas se adentran en la escalofriante selva sabiendo que la mayor barrera queda más adelante: encontrar alguna forma de llegar a Estados Unidos.

La ruta del Darién no fue la primera alternativa de Cuauro, ni siquiera la segunda. Creció en Punto Fijo, Venezuela, y había vivido en los últimos años una escasez extrema de alimentos, la hiperinflación y el colapso de casi todas las instituciones estatales de Venezuela.

A principios de este año, ella y Sarah ya habían cruzado el desierto de Atacama para llegar a Chile a pie, con la idea de construirse una vida en un nuevo país. Pero pronto se dio cuenta de que no podía ganarse la vida como cajera y conductora de taxi.

Al volver a Venezuela, consideró solicitar una visa de turista para Estados Unidos, pero se enteró de que no había citas disponibles hasta 2024.

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La travesía para cruzar el Darién empieza en Colombia y termina en Panamá.
La travesía para cruzar el Darién empieza en Colombia y termina en Panamá.

 

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Sarah Cuauro mientras atravesaba el Darién, uno de los corredores migratorios más peligrosos del mundo, en un intento de llegar a Estados Unidos.
Sarah Cuauro mientras atravesaba el Darién, uno de los corredores migratorios más peligrosos del mundo, en un intento de llegar a Estados Unidos.

 

Consideró volar a México y entregarse en la frontera para solicitar asilo, pero descubrió que México ahora exige que los venezolanos tengan visa para ingresar a su territorio y es el último de una serie de países en el camino hacia Estados Unidos que recientemente han empezado a imponer este tipo de regulaciones.

Tomó una decisión: ella y Sarah irían por la selva. En Venezuela vendieron todo, incluso su árbol de Navidad de plástico, y partieron en un autobús con sus pasaportes, 820 dólares en efectivo y la bendición de la madre de Cuauro.

“Por el camino”, le había prometido Dayry Alexandra Cuauro a su hija, “vas a conseguir ángeles”.

El Darién solía ser una de las selvas más prístinas del mundo. Algunas de sus secciones eran tan impenetrables que cuando los ingenieros construyeron la carretera panamericana en la década de 1930 para unir Alaska con Argentina, solo les quedó un tramo de importancia sin completar: un pedazo de 106 kilómetros sin caminos llamado el Tapón del Darién.

En la actualidad, el camino más común para atravesar el Darién comienza en la ciudad costera colombiana de Capurganá, donde Sarah y su madre se subieron a un muelle repleto de otros emigrantes desde lanchas que anunciaban un “turismo responsable”.

Unos hombres de una cooperativa recién formada, Asotracap, condujeron al grupo a un complejo amurallado donde les explicaron que les asignarían guías que los conducirían los primeros días a la selva por una cuota de 50 a 150 dólares por cabeza.

Darwin García, representante de Asotracap, dijo que la cooperativa se había creado para compensar las pérdidas de ganancias turísticas en medio de la oleada de migrantes, y para evitar que la gente muera en la caminata.

“Esto no es un negocio”, insistió. “Es un trabajo humanitario”.

Unos guardias bloqueaban la única salida.

Sarah y su madre se habían unido a un grupo de otras nueve personas. Juntas, entregaron 1200 dólares.

Los primeros días los llevaron a subir un puñado de colinas en una parte del bosque habitada por pequeñas comunidades. En los últimos meses, algunas habían construido campamentos rudimentarios para atender a los emigrantes y les cobraban por montar una carpa o comprar comida.

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Una tienda establecida por los lugareños a un día de camino en el Darién donde los migrantes pueden comprar botas de caucho, comida o pagar por acceso a internet.
Una tienda establecida por los lugareños a un día de camino en el Darién donde los migrantes pueden comprar botas de caucho, comida o pagar por acceso a internet.

 

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En una comunidad, los habitantes construyeron un campamento y cobraban 20 dólares a cada migrante por salir.
En una comunidad, los habitantes construyeron un campamento y cobraban 20 dólares a cada migrante por salir.

 

Los que tenían la suerte de llegar a estos campamentos cada noche dormían en medio de una relativa seguridad que los demás, lavaban su ropa en los ríos cercanos, curaban las heridas del día y cocinaban arroz y salchichas enlatadas en pequeñas fogatas.

Los que avanzaban lentamente, o se perdían por el camino, pasaban la noche en tiendas de campaña o al aire libre, en el suelo, entre los árboles.

En el segundo día de su viaje por la selva, Sarah y su madre pasaron un conjunto de árboles que escondían un cuerpo en descomposición en una tienda de campaña; la persona había muerto por causas desconocidas. El tercer día, llegaron a un río, donde los lugareños cobraban 10 dólares por un cruce en barco que duraba 90 segundos. El cuarto día, acamparon en un pueblo donde los vecinos rodearon el campamento de migrantes con alambre y cobraban 20 dólares por persona para salir.

Y esa cuarta mañana, justo antes de llegar a la empinada montaña cubierta de barro conocida como la Loma de la Muerte, Sarah y su madre se separaron.

A medida que la desesperación ha ido creciendo en todo el mundo, las redes sociales se han convertido en un poderoso amplificador de la ruta del Darién.

Solo en el último año, las etiquetas relacionadas con el Darién en TikTok han recibido más de mil millones de visitas, mientras que los grupos de Facebook con nombres como “Darién ruta nueva a Panamá” han atraído a cientos de miles de seguidores.

A veces, los que publican son otros migrantes, que explican qué llevar o dónde empezar la travesía.

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Miles de personas son atraídas por la peligrosa travesía a través de publicaciones en redes sociales.
Miles de personas son atraídas por la peligrosa travesía a través de publicaciones en redes sociales.

 

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Migrantes en la cima de la Loma de la Muerte
Migrantes en la cima de la Loma de la Muerte

 

Otras veces los mensajes son escritos por estafadores que afirman que el camino no es tan difícil o incluso que Estados Unidos ofrece refugio para ciertas nacionalidades.

Luego, intentan vender sus servicios de guía.

En TikTok, una empresa llamada VeneTours hace que el viaje suene como unas vacaciones.

“Cuatro días de selva con los guías comprometidos”, dice una publicación de VeneTours que tenía un vínculo a un número de teléfono de Colombia. “Todo Centro América con traslado VIP y sus guías + un chip para que siempre estén comunicados. Hospedaje, comida y salvoconducto 100% garantizados”.

La mañana en que Sarah y su madre debían subir la Loma de la Muerte, Cuauro le había pedido a un amigo que conoció en la ruta, Ángel García, de 42 años, que le ayudara a llevar a su hija.

Casi tan pronto como salieron de Capurganá, las botas de Cuauro habían empezado a rozar su piel, y ahora tenía los pies tan ampollados y llenos de pus que apenas podía caminar.

García, quien había dejado a su hijo de seis años en casa, subió en sus hombros a Sarah, y seguido volteaba a buscar a su madre.

En algún momento, volteó y ella ya no estaba.

Mientras García sorteaba la montaña con su nueva carga, los dos se arrastraban a cuatro patas, teniendo dificultades con las raíces de los árboles y trepando sobre troncos caídos.

A su alrededor, algunos inmigrantes empezaban a desplomarse por el cansancio.

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Ángel García ayudando a Sarah sobre árboles caídos en el Darién.
Ángel García ayudando a Sarah sobre árboles caídos en el Darién.

 

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García y sus amigos protegieron a Sarah en la selva implacable.
García y sus amigos protegieron a Sarah en la selva implacable.

 

Otro migrante, Arnaldo Villegas, de 36 años, dejó caer su cuerpo en el barro, débil por la falta de comida y agua. Había elegido esta ruta, dijo, porque los venezolanos como él se habían quedado sin opciones.

“El mundo nos cerró las puertas”, dijo.

Adriannys Ortega, de 8 años, también venezolana, viajaba con sus dos hermanas, su padre, su madrastra y su mascota, una tortuga. El viaje, dijo, era “la peor pesadilla que haya tenido”.

Esa noche, en un campamento sembrado de pañales sucios, botellas de plástico y ropa desechada, Sarah durmió en una carpa con García y dos de sus amigos. Los hombres la mimaron, le prestaron una camiseta y se voltearon cuando se cambió. Pero parecían aterrados por su nueva responsabilidad.

Por la mañana organizaron una reunión. No tenían idea de dónde estaba la mamá de Sarah o si estaba lastimada… o algo peor.

Les quedaba poco de comer y varios días más de caminata. Necesitaban llevar a Sarah al final de la ruta tan pronto como pudieran, ahí creían que habría autoridades que podrían ayudarla.

Empacaron su carpa. “¿Y mi mamá?”, preguntó Sarah, mirando a García.

“La vamos a ver en el camino”, dijo él.

Luego vinieron dos días de cruces de ríos, en los que el agua crecía rápidamente durante las numerosas tormentas repentinas de la selva.

García, que había perdido su ropa, su dinero y su pasaporte al cruzar otro río, cogió a Sarah de la mano y la subió a sus hombros. Cuando el agua le llegó a la barbilla, ella empezó a sentir pánico.

“Calma, mami”, le dijo él, “calma”.

En el octavo día de su travesía por la selva, Sarah y García llegaron a un campamento en un pueblo que marcaba la penúltima de las paradas antes de terminar la caminata del Darién.

Las autoridades panameñas habían instalado un puesto de control migratorio para contar el número de personas que cruzaba la selva. Separaron a Sarah de García, la apartaron en un cuarto al fondo, junto con otros niños que habían perdido a sus padres.

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Sarah esperando en un campamento en el Darién tras separarse de su madre.
Sarah esperando en un campamento en el Darién tras separarse de su madre.

 

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García ayudando a Sarah a ponerse el chaleco salvavidas antes de subir a un bote que los sacaría del Darién.
García ayudando a Sarah a ponerse el chaleco salvavidas antes de subir a un bote que los sacaría del Darién.

 

Para entonces, Sarah llevaba tres días separada de su mamá. Pasaron las horas.

Y luego, de pronto, Cuauro apareció entrando a toda prisa en el cuarto. Todo el tiempo, ella había ido unas pocas horas detrás, tratando desesperadamente de seguir el ritmo.

Otras familias no habían tenido tanta suerte. Pocos días antes, una niña de 10 años llamada Helen se ahogó en un río de aguas rápidas al resbalarse de los brazos de su madre.

Unos días después, un niño de 6 años llamado Alexander también fue dado por muerto después de que el río se lo llevara.

Cuauro tenía los pies tan malheridos que batallaba para mantenerse en pie. “Perdóname”, lloraba mientras besaba el rostro de Sarah, sus brazos.

“No te dejé abandonada”, insistía. “Vine a buscarte”.

Su alegría fue fugaz.

Como muchos venezolanos, Cuauro partió hacia el Darién creyendo que si lograba cruzar la selva y atravesar Centroamérica y México, Estados Unidos la dejaría entrar.

Como Washington no tiene relaciones con el gobierno en Caracas, no podía deportar a los venezolanos a su país. Y en los últimos meses, Estados Unidos había permitido que miles de venezolanos entraran al país y solicitaran asilo.

La voz se había corrido rápidamente, ayudando a impulsar una oleada masiva hacia la frontera. Ahora, la gestión de Biden tenía dificultades para hacer frente a una crisis humanitaria y política cada vez mayor.

Sarah y su madre salieron del Darién el 10 de octubre. Dos días después, el Departamento de Seguridad Nacional anunció que los venezolanos que llegaran a la frontera sur de Estados Unidos ya no podrían entrar al país.

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Dayry Alexandra Cuauro, al centro, cerca del final de su viaje por el Darién antes de reunirse con su hija, Sarah.
Dayry Alexandra Cuauro, al centro, cerca del final de su viaje por el Darién antes de reunirse con su hija, Sarah.

 

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Cuauro y Sarah, reunidas después de tres días de separación.
Cuauro y Sarah, reunidas después de tres días de separación.

 

En su lugar, citando una orden de salud de tiempos de la pandemia de la era Trump, los funcionarios dijeron que serían enviados de vuelta a México. Al mismo tiempo, un reducido número de venezolanos —24.000 personas— que contaran con auspiciadores en Estados Unidos, recibirían entrada legal si lo solicitaban de manera remota.

Los auspiciadores debían ser ciudadanos estadounidenses, o cumplir otros requisitos de residencia, y demostrar su capacidad para mantener económicamente al inmigrante durante un máximo de dos años.

Cuauro estaba destrozada. No tenía alguien que la apoyara. Para entonces, ella y Sarah habían tomado una serie de autobuses hasta Honduras. Habían utilizado todo su dinero.

Ahora en Tegucigalpa, la capital de Honduras, consideró sus opciones, sopesando en su mente el trauma de tratar de llegar a un país donde casi seguramente serían rechazadas. “Te escribo esto con lágrimas en los ojos”, dijo por mensaje de texto.

Iría a una oficina de migración a pedir ayuda para volver en avión a casa. “Me duele abandonar el sueño de vivir en un lugar tranquilo”, dijo. “Pero la situación me obliga”.

Inmediatamente después del anuncio de la nueva regla de entrada, los migrantes seguían saliendo del Darién a un ritmo de más de 4000 al día, un récord. Desde entonces, el número se ha reducido a unos 600, todavía 20 veces el promedio diario de hace unos años.

Cuauro y su hija terminaron en un refugio en Honduras con una decena de otros migrantes venezolanos. Allí, esperó a que su familia reuniera suficiente dinero para comprarles vuelos a casa.

Una hermana había llegado a Florida unos meses antes tras entregarse en la frontera, y le dijo a Cuauro que estaba apurándose por encontrar a alguien que las patrocinara para el nuevo programa de entrada, antes de que se llenaran todos los cupos.

Sarah, resfriada, se paseaba por el refugio con desgano.

Del viaje que había terminado allí —el lodo, los ríos, las aterradoras noches sin su mamá— dijo que recordaba “todo”.

Federico Rios colaboró con reportería desde el Tapón del Darién e Isayen Herrera desde Caracas, Venezuela.

Julie Turkewitz es jefa del buró de los Andes, que cubre Colombia, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Perú, Surinam y Guyana. Antes de mudarse a América del Sur, fue corresponsal de temas nacionales y cubrió el oeste de Estados Unidos. @julieturkewitz

Fuente: nytimes


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