En los países desarrollados, las tasas de natalidad caen en picado mientras la esperanza de vida crece e invierte la pirámide demográfica. En los países en vías de desarrollo, la población aumenta de forma constante, pero también crece la inestabilidad creando un contexto propicio a las migraciones. De aquí a fin de siglo, habrá cambiado dónde se vive y quién lo hace.
Luis Meyer
A finales de 2021, en España había más gente que nunca: el país batió su récord con 47.432.805 personas, la máxima cifra de las recopiladas por el Instituto Nacional de Estadística (INE). Fue el sexto año en que se producía un crecimiento poblacional.
Si uno se queda con este dato, cuesta creer que nos encontremos ante un problema de natalidad. Pero la cosa cambia si se atiende a los matices: esta subida se produjo gracias a un saldo migratorio positivo que compensó el hecho de que el año pasado murieran, de nuevo, más personas de las que nacieron (449.270 frente a 336.247), lo que supuso otro récord menos celebrante. En 2021, la cifra de nacimientos marcó un mínimo histórico, al tiempo que la covid provocaba un exceso de mortalidad.
El promedio de hijos no varió: 1,19 por mujer. La fecundidad de reemplazo está establecida en 2,1 de media (la que la sustituye a ella y a su pareja, y el decimal compensa a quienes no tienen descendencia) y, aunque cada vez más demógrafos la rechazan porque no se atiene a análisis de reproducción complejos, no es una realidad tranquilizadora. A finales del siglo pasado una mujer daba a luz, de media, a tres hijos. Hoy, una de cada cuatro personas tiene más de 65 años; el porcentaje de menores de edad no llega al 15%.
España es un reflejo de lo que está sucediendo en el resto de los países desarrollados. La población media de la Unión Europea se redujo en 2020 por primera vez desde 2011. Según Eurostat, además del exceso de mortalidad por la pandemia, también influyeron otras razones, como el descenso de los nacimientos o el envejecimiento de la población. Las peores previsiones, sin contar posibles nuevas crisis víricas, hablan de una reducción de más de un 10% de la población media del continente en lo que queda de siglo. Según la Organización Mundial de la Salud, en 2030 los mayores de 60 aumentarán en un 34% y en 2050 sobrepasarán a las personas comprendidas entre los 15 y 24 años.
Del revolución demográfica a la economía de plata
En China flexibilizaron la política de hijo único en 2015, tras superar el pago de pensiones por primera vez a las contribuciones de los trabajadores activos, pero eso no ha impedido que su tasa de natalidad siga descendiendo: poco más de un 8 por 1.000 (en 1990 era más del doble) y, aunque sigue siendo el país más poblado del mundo, los demógrafos apuntan a que se estancará en los 1,4 millones de personas y su población empezará a descender a mediados de siglo.
Uno de los principales centros de investigación del país asiático, la Academia de Ciencias Sociales (CASS), ya ha advertido de que urgen medidas para fomentar la natalidad, tras la publicación en 2018 de un informe del Consejo de Estado de China que estimaba que una cuarta parte de la población del país será mayor de 60 años en 2030. «El muy discutido temor de que China envejecerá antes de hacerse rica ya no es una posibilidad teórica, sino que se está convirtiendo rápidamente en una realidad», publicaba hace dos años The Economist.
En otras grandes potencias como Estados Unidos o India también se está estancando la natalidad y en breve entrarán en un periodo decreciente. El gran suministrador de savia nueva de este siglo será el continente africano: Naciones Unidas espera que en 2050 duplique su población hasta los 2.500 millones de habitantes. El número deseado de miembros (más mortalidad infantil y más trabajadores para sostener la economía familiar), el escaso acceso a anticonceptivos modernos y los elevados niveles de procreación a edades mucho más jóvenes y fértiles que la media mundial son, como concluía la octava Conferencia Africana de Población, los motivos.
Unas y otras realidades crean un panorama que situará a finales de siglo a los habitantes del mundo entre los 9.000 y los 11.000 millones de personas, pero con una redistribución severa de la población y de los pilares económicos. «El mercado chino es hoy el más importante, pero puede verse abruptamente reducido con la bajada de ciudadanos en edad de producir y de consumir, y eso afectará al mercado mundial», señalaba el economista Emilio Ontiveros en una conversación con Ethic que tuvo lugar unas semanas antes de la muerte de quien fuera catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid y consejero editorial de esta revista.
La bajada de población en el resto de países desarrollados también tendrá consecuencias. En su Informe Anual de 2018, el Banco de España dedicaba por primera vez un capítulo específico a este asunto y advertía de que supone «un reto de primer orden cuyos efectos afectarán a los patrones de consumo y de ahorro, con una reducción de la fuerza laboral y, posiblemente, del ritmo de avance de la productividad, y pondrá a prueba la eficacia de las políticas de demanda». El cambio es, alertaba, «un peligro para nuestro sistema de bienestar social, puesto que implica un aumento muy pronunciado del gasto público en determinadas partidas, como el sistema público de pensiones».
Ese mismo año, el Banco Central Europeo avisaba de que el envejecimiento de la población en la zona del euro planteará desafíos económicos que pueden suponer «una presión a la baja sobre las posibilidades de crecimiento, la oferta de trabajo y el tipo de interés», al tiempo que «podría plantear riesgos para la sostenibilidad fiscal». El Fondo Monetario Internacional, por su parte, lleva años advirtiendo de que las pensiones ocupan un lugar destacado en la agenda política de muchos países desarrollados y, cada vez más, también en los que están en vías desarrollo, lo que obligará a hacer ajustes.
En su conversación con Ethic, el catedrático de la Autónoma también compartía esta preocupación generalizada antes los cambios demográficos, pero se desmarcaba de los fatalismos. «El escenario global en el que van a actuar las economías desarrolladas va a ser distinto y se podría decir que se han vuelto a repartir las cartas del papel de cada país en la globalización. España podría jugar un papel más activo entre esas nuevas hegemonías, por ejemplo, en la transición energética».
Incluso, el hecho de que España vaya a ser una de las economías avanzadas con la población más envejecida puede ser una oportunidad: «Es tentador asumir que vamos a tener menor productividad y capacidad de innovación, pero podemos hacer de la necesidad una virtud, como sucedió en los años que concluyeron con la crisis de 2008, y propiciar la inmigración». Existe una tercera vía: «La potenciación de los mayores, porque no todos los de más de 65 años son ancianos, y la tecnología pueden lograr que estas personas prolonguen su actividad si voluntariamente lo desean, y eso resultaría en más productividad». Su conclusión es que «España tiene ventaja porque es una potencia en salud y puede hacer que la esperanza de vida se sitúe entre las mayores del mundo».
La llamada economía de plata también puede ser una oportunidad para el consumo. Si bien muchos expertos defienden que su poder adquisitivo es menor, los últimos datos del INE confirman que quienes tienen más de 65 años son los que más gastan: 12.323 euros anuales de media en sectores dispares como transporte, vivienda, salud u hostelería frente a los 9.908 euros de la franja comprendida entre 30 y 44.
Las ciudades deben cambiar ante la revolución demográfica
Al envejecimiento hay que sumar otra variable, la de la redistribución demográfica. Las grandes urbes siguen llenándose –a finales de siglo acogerán al 70% de la población mundial– mientras cada vez más extensiones rurales van cayendo irremisiblemente en el abandono. Juan Ignacio Plaza, catedrático de Geografía de la Universidad de Salamanca, considera que, al menos en España, es un movimiento sin vuelta atrás y no aboga por revertirlo, sino por suavizar sus consecuencias. «Hay que dar más protagonismo a los niveles más cercanos al territorio y al problema, al asociacionismo y a los verdaderos protagonistas que lo sufren», reclama.
El experto considera que no es necesariamente malo que las personas migren a las ciudades, donde hay más oportunidades laborales, pero sí la manera en que se está haciendo. «Es un proceso que lleva décadas en marcha, pero no se ha gestionado a tiempo para intentar un menor desequilibrio del territorio». Y reflexiona: «No olvidemos que quienes se van, no se van a cualquier ciudad. Muchas también se están vaciando, como las de Castilla y León, en favor de las grandes capitales, como Madrid y Barcelona, o algunas del norte, como A Coruña o Bilbao».
Plaza añade: «Todo esto nos lleva a una desarticulación total de territorios y se podrían haber potenciado iniciativas para crear condiciones y oportunidades en otras zonas intermedias e impedir que se vacíe toda una región, algo a lo que se tiende en algunos casos».
La empresa juega un papel crucial en esas iniciativas, como apunta Joan Fontrodona, titular de la Cátedra CaixaBank de Sostenibilidad e Impacto Social y uno de los autores del informe La empresa ante la despoblación. «El teletrabajo, que ha potenciado la covid de forma exponencial, puede beneficiar a la España despoblada, pero existe el riesgo de que sirva para consolidar las migraciones a pequeños municipios cercanos a las grandes ciudades y no a la España interior». Y propone una fórmula para que esa medida sea efectiva: «Es necesario que se acompañe de otras políticas públicas e iniciativas privadas que faciliten la habitabilidad en dichas zonas, como la digitalización, la prestación de servicios o la dinamización económica».
Y añade: «La digitalización y el teletrabajo pueden contribuir a localizar nuevamente algunas plantas industriales en zonas intermedias o rurales y a evitar, por ejemplo, el traslado de plantas agroalimentarias a zonas urbanas o terceros países».
Las ciudades también deben afrontar una necesaria transformación ante el reto demográfico, puesto que en muchas de ellas vivirá más gente, pero los perfiles cambiarán. Patxi J. Lamíquiz, profesor de Urbanismo y Unidad del Territorio de la Universidad Politécnica de Madrid, defiende que el aumento de población urbana no debe conllevar el crecimiento de las ciudades. Los actuales núcleos urbanos tienen espacio de sobra para asumir más habitantes, solo hay que saber optimizarlo; por ejemplo, restando espacio a los coches.
«Hay que dejar de poner el foco en el tránsito y volver a priorizar lo importante: crear lugares propicios para que los ciudadanos interactúen. Existen fórmulas de éxito probadas que permiten que el coche se quede en la periferia y los ciudadanos recuperen el centro, sin que esto trastoque el tiempo ni la vida de nadie. Solo implica un cambio de mentalidad, y llevarlas a cabo», indica.
Antonio López Gay, investigador experto en urbanismo del Centre d’Estudis Demogràfics, considera además que en las próximas décadas no viviremos necesariamente un aumento de población en las ciudades, ya que la acumulación en centros urbanos se compensará con el descenso general de natalidad. «Lo más probable es que no se produzca una generación neta de hogares, y no será necesario construir nuevas viviendas». Y matiza: «Habrá que poner el acento en quién vive dónde».
El experto se refiere a adaptar las ciudades a una población envejecida. «Muchos edificios de los barrios céntricos, que suelen tener el precio de vivienda más caro, siguen sin ascensor. Hay que fomentar su instalación, sustituir escaleras por rampas, mejorar la movilidad y accesibilidad en general, generalizar el uso de ascensores públicos en áreas urbanas con fuertes pendientes; en definitiva, mejorar los espacios públicos para que sean más vivibles y, sobre todo, que las ciudades se anticipen al previsible envejecimiento de su población», explica López Gay. «El flujo migratorio extranjero es impredecible, puede aumentar y posiblemente el medio urbano será un destino preferente. Por eso debemos pensar en espacios polivalentes», advierte. Lamíquiz añade, en esta línea: «Hay que recuperar las calles como una extensión de nuestra vivienda, donde mayores y pequeños disfruten del espacio público en lugar de quedarse encerrados en casa».
El siglo de las migraciones
En el reto demográfico también debe tenerse en cuenta la realidad migratoria. En 2021, según datos de ACNUR, más de 100 millones de personas en el mundo vivían forzosamente lejos de sus hogares. Más de 30 millones se vieron obligadas a huir de sus países, cuatro estaban esperando la resolución de sus solicitudes de asilo y otros tantos vivían en alguno de los más de 200 campos de refugiados que existen en el mundo. Cada año, más de 30 millones de personas deben abandonar su hogar debido a la creciente intensidad y frecuencia de eventos climáticos extremos, una situación que solo va a empeorar: la inmensa mayoría llegan de África, el continente que más crece, y el cambio climático está muy lejos de revertirse, siquiera de contenerse.
Paloma Favieres, directora de Políticas y Campañas de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), denuncia que, cuando se habla de retos demográficos, la crisis migratoria no se tiene en cuenta: «Las políticas se enfocan en el control de las fronteras y no en cómo adaptar estos desplazamientos inevitables dentro de los cambios demográficos». En el caso de los refugiados por desastres naturales, que serán los más persistentes en las próximas décadas, Favieres cree que se ha perdido una oportunidad de oro en el último Pacto Mundial de Migraciones: «Si bien recoge los desastres medioambientales, no establece una figura legal de refugiado climático, que es una realidad que ya no podemos obviar y urge dar una protección legal y eficaz».
Resulta tentador plantear que el continente africano será la fuente de los problemas a los que nos aboca el cambio demográfico y achacarle, además de la crisis migratoria, la crisis de recursos del planeta, si tenemos en cuenta que de aquí a finales de siglo será la cuarta parte de la población mundial. El doctor en Antropología Social por la Universidad de Barcelona, Miguel Pajares, asume que el crecimiento poblacional plantea retos claros en un contexto de calentamiento global «en el que se están perdiendo tierras de cultivo y hay un claro problema de inseguridad alimentaria, especial y precisamente, en esos países cuya población sigue creciendo».
Pero apunta: «El informe científico del IPCC de este año, a diferencia del anterior de 2014, ya no plantea el crecimiento de la población mundial como un problema importante dentro de la crisis climática, sino que se centra en el consumo de los países más ricos; el 50% más pobre solo emite el 10% de los gases de efecto invernadero, y el 10% más rico emite el 50%». Y añade: «Si se combaten las desigualdades, como dicen los científicos, no importará tanto que seamos 8.000 o 10.000 habitantes a finales de siglo, porque no sería un problema».
El conjunto de medidas necesarias contra el cambio climático tiene mucho que ver con estrechar la brecha. «Una de las más importantes es reducir la ganadería rumiante, y no solo porque el metano de las vacas es responsable de la cuarta parte del calentamiento global, sino porque para su alimentación se están empleando muchas tierras que podrían servir de cultivo para la producción agrícola local», apunta Pajares. El Banco Mundial denomina a África desde hace tiempo «el granero del mundo» pero, según Naciones Unidas, de todos los terrenos fértiles que se dedican a alimentación humana, dos terceras partes están destinadas a dar de comer al ganado y solo una a la agricultura directa.
«Aunque África sea el único continente que va a seguir creciendo este siglo, no debería ser un problema si sigue con las mismas pautas de consumo que hasta ahora», señala Pajares. Las cifras –o la falta de ellas– lo avalan: el consumo diario de la clase africana, según las últimas cifras (2015), es de 4 dólares. Desde el Instituto Elcano alertan, incluso, de un aumento de la pobreza en los últimos años, en gran parte debido a la crisis pandémica. Por tanto, cuesta pensar que la sociedad africana, tan vulnerable a los devenires del mundo, se convierta en lo que queda de siglo en una voraz consumista de recursos.
La mayoría de los economistas coincide en que las migraciones podrán ser un efecto paliativo para el vuelco de la pirámide demográfica. Esto es que cada vez haya más gente en edad de jubilarse, y menos en la de cotizar. Pero esa función también tiene sus riesgos si se normaliza esa visión, como advierte Antía Pérez, doctora en Sociología y experta en migraciones y envejecimiento demográfico. «Es un error esa ambición utilitarista de las migraciones, contemplarlas como un fenómeno compensatorio del envejecimiento de algunas poblaciones», apunta. «Entre otras cosas, porque no es así desde un punto demográfico».
Los cálculos que Naciones Unidas realizó a principios de siglo para estimar cuántos migrantes serían necesarios para detener el envejecimiento de determinados países desarrollados arrojaron cifras inalcanzables. «Pero a su vez provocaría un envejecimiento de las zonas de origen de los inmigrantes, de modo que pierde su sentido matemático desde un sentido demográfico», puntualiza Pérez, «pero también desde un punto de vista ético, porque emigrar es, ante todo, un derecho que debe quedar por encima de cualquier consideración instrumental».
Pero ¿es un problema real?
Aunque, quizás, el análisis debería ir un paso más allá, y cuestionar si este es un problema real. «No podemos hablar de un invierno demográfico, ni desde luego corremos el riesgo de extinguirnos», ataja Diego Ramiro Fariñas, director del Instituto de Economía, Geografía y Demografía del CSIC. El número de nacimientos actuales depende mucho del número de madres en edad reproductiva. Las que nacieron en los años 90 del siglo pasado, recuerda. «En esa época, España alcanzó con Italia el récord mundial de baja fecundidad, que coincidió con la emancipación de la mujer, y supone que ahora hay menos mujeres en edad de concebir. Pero la fecundidad realmente empezó a bajar a finales de los años 70, tocó suelo a mediados de los 90 y ha vuelto a estabilizarse, si bien no del todo por la crisis de 2008 y por la pandemia», explica.
La esperanza de vida en España, a principios del siglo pasado, era de 35 años, por la cantidad de niños que morían al nacer, o no llegaban a la mayoría de edad. Hoy, está por encima de los 80. «Todo esto debemos verlo como algo positivo, es una evolución de la especie», apunta Fariñas; «las mujeres ya no necesitan dar a luz a cinco hijos, como antes, para que estadísticamente les sobreviviera la mitad. Desde el punto de vista de la reproducción de la sociedad es mucho más eficiente el sistema que tenemos ahora».
Su colega Julio Pérez Díaz, demógrafo e investigador en su mismo departamento en el CSIC, habla de una «revolución reproductiva», que no demográfica. «El gran cambio es del mismo tipo que la revolución agraria, la industrial o la informática: ya no hace falta la misma ‘mano de obra’ para reproducir humanos, o al menos, no la misma dedicación. Si logras que la gente viva más tiempo que la de tu generación, las mujeres dejan de ser fundamentalmente reproductoras y se emancipan, entran en el mercado laboral y atienden a otras prioridades que las realizan».
Y concluye: «Lo importante es aumentar lo que ha producido una persona que se jubila en su ciclo vital y cuánto producirá alguien que nace hoy. Y debería (y puede) ser mucho más. No creer que eso vaya a pasar es no creer en el progreso, ni en innovación, ni en la mejora generalizada de la especie ni en innovación ni en la mejora generalizada de la especie».
Fuente: Ethic octubre de 2022 tomado de: conversacionsobrehistoria.info