Oksana, natural de Jersón, vive con sus hijos en un centro para desplazados internos en Mikolaiv Firma: Oleksandr RatushniakOleksandr Ratushniak
Casi 4 millones de ucranianos han empezado de cero en lugares más seguros dentro de Ucrania. “Era muy peligroso quedarse. Ninguno vimos la liberación del pueblo hace justo un año”
Alrededor de 5,8 millones de ucranianos abandonaron el país en busca de un destino en paz. Pero muchos otros, sin tantos medios y conocidos en el extranjero, dejaron su hogar para intentar continuar con su vida en algún lugar más tranquilo y cercano de la propia Ucrania.
En total, según datos de la Organización Internacional para las Migraciones (IOM), hay 3,9 millones de desplazados internos en el país invadido por Rusia. En Mikolaiv, al sur de Ucrania, cuentan con 128.000: entre ellos 75.000 mujeres, 34.000 niños y unas 4.800 personas con necesidades especiales, de acuerdo con los datos facilitados por el gobernador de Mikolaiv, Vitalii Kim.
Eugenia, de 50 años, dejó en agosto de 2022, muy a su pesar, la pequeña localidad de Bezimenne, donde estaba su casa y su modo de vida: su huerta, vacas y animales. Las tropas rusas invadieron su pueblo natal en marzo. Primero se fue ocho meses a Dnipropetrovsk, donde vivía su hija, para después venir hasta Snihurivka, en Mikolaiv.
Se alojaron un par de meses en casa de unos vecinos, para después ser acogidos por la tía segunda de su marido, que también se llama Eugenia y tiene 84 años. Estuvieron a punto de volver a abandonar su nuevo hogar en junio, pues quedó gravemente dañado por la destrucción de la presa de Kajovka. No obstante, nunca se han planteado irse a la Unión Europea. Tampoco pueden volver a la casilla de salida, pues las zonas de alrededor están minadas y aún no han sido limpiadas y no queda prácticamente nada de lo que era su hogar.
Es más, la decisión de abandonar su hogar por primera vez fue una de las más difíciles de su vida. Al principio de la ocupación ella y su esposo eran reacios. Era impensable dejar su ganado. Los soldados rusos no fueron agresivos con ellos en particular, aunque veían cómo trataban mal a los ucranianos, lanzaban artillería, misiles en dirección a otros pueblos vecinos. Pero seis meses así se volvieron insufribles.
Se veían obligados a llevar a sus vacas a pastar bajo los bombardeos: «Ya no nos quedaba nada dentro de los graneros». El verano fue insoportable, el Ejército ucraniano comenzó la contraofensiva y los rusos se sintieron contra las cuerdas y aumentaron las hostilidades.
«Era muy peligroso quedarse. Todo el pueblo nos fuimos después de que una mujer muriera. Su granero fue alcanzado”. Ninguno de sus habitantes vio la liberación de la localidad hace justo un año.
Eugenia muestra una foto en papel de lo que queda de su pequeña granja. Es irreconocible. Llora al recordar qué fue de sus animales. «Antes de abandonar nuestra casa pudimos malvender nuestras vacas por lo mínimo, pero cuando todo el pueblo se marchó no sé que pasó con el resto de animales. Sólo quedan pieles y cuernos…», admite.
Ahora, además de la solidaridad de la Eugenia octogenaria, han solicitado ayuda a Estonian Refugee Council que a través de la financiación de la UE (DG ECHO) les ayudarán con dinero en efectivo para cubrir las necesidades del invierno. Ninguno tiene trabajo. Su marido está jubilado y ella se ha hecho voluntaria en el pueblo: «Cosemos redes de camuflaje para el Ejército ucraniano», explica. Y es que, como dicen por aquí, «hay que cosechar para comer pan». Reconoce que si Occidente hubiera dado munición y cazas «a sus chicos», ya habrían «limpiado nuestro territorio hace mucho tiempo».
La invasión rusa le duele profundamente: «Somos una nación pacífica, fuimos atacados». Pese a todo, Eugenia es optimista sobre el futuro, «la tierra ucraniana es muy buena. Ucrania logrará la victoria y prevalecerá».
En la ciudad de Mikolaiv, un antiguo internado donde estudiaban niños con escoliosis y posterior guardería, se convirtió en marzo de 2022 en un centro de acogida. La mayoría de los desplazados internos son de esta región y de la vecina, Jersón.
En la actualidad hay 136 familias y varios enfermos de diálisis. La IOM ha ayudado a mejorar las condiciones de vida de este centro gracias también a la financiación de la UE. Algunos están solo tres meses aquí, mientras encuentran un trabajo o un apartamento, o se reubican en el oeste o en países como Moldavia y Polonia, explica Alina Olexandrina Makarova, la directora del centro. Otros ya han pasado su primer año aquí.
Es el caso de Oksana Mykhailenko, de 45 años, y sus hijos, de 14 y 10. Ella era profesora de guardería en Jersón, hasta que comenzó la invasión. «No me podía imaginar que una guerra a esa escala ni una ocupación pudiera empezar. No daba crédito a lo que veía».
Describe las imágenes de gente huyendo, cargando los coches para escapar. «La primera explosión es aterradora. Pero no teníamos un vehículo, así que mis hijos y yo nos quedamos». Para Oksana los primeros días fueron horribles, después, Jersón se convirtió «en una jaula, no podíamos hacer nada». Todo estaba cerrado, las farmacias, las tiendas, el entretenimiento… «Las tropas rusas lo bloquearon todo».
«Te pueden quitar a tus hijos»
Esta vecina de Jersón recuerda cómo los soldados pasaban con los rifles y les daba igual que estuvieras con los niños, tenían el «derecho» a pedirte cualquier tipo de documentación que se les ocurriera. «Los móviles eran un peligro. Podían revisar qué habías leído, a qué estabas suscrito…», asegura Oksana.
Cuenta cómo se llevaban a aquellos que tenían tatuajes con símbolos ucranianos. Durante la ocupación, les cortaron el acceso a internet y a la televisión ucraniana. «Eso no era vivir, simplemente existía», recuerda afectada.
Sus hijos dejaron de ir al colegio. Hasta que cortaron internet, pudieron recibir clases en línea, después la educación se convirtió también en un riesgo. «Teníamos miedo de que llamaran a la puerta y entraran, y al verles, les obligaran a ir a la escuela rusa». Así que se cambió de casa, para no estar en la que estaba registrada con menores.
«Te podían quitar tus derechos como padres y hasta a tus hijos, muchas familias con niños se fueron a otros domicilios». En su opinión, «los rusos actuaban como si fueran propietarios, dueños de Jersón».
Nunca permitió a sus hijos que fueran solos a la calle bajo la ocupación. Las primeras dos semanas no salieron de casa. «Como madre, quieres mantener la calma y hacerles sentir que están protegidos por mí, pero los soldados rusos armados y el ruido de las explosiones les daban mucho miedo».
El 10 de marzo de 2022 lo tiene aún marcado. Los rusos abrieron fuego contra el edificio colindante, que era administrativo y estaba vacío. «No sé qué armas estaban usando, pero era atronador. Corrimos hacia el otro lado de nuestro apartamento, para evitar estar en su campo de tiro. Mis hijos estaban temblando y mi hija me gritaba ‘¡mamá, no quiero morir!’». Estuvieron en el pasillo desde las 11:00 a las 17:00.
Oksana se emociona al recordar, tras un etapa tranquila, las primeras explosiones desde el otro lado, desde las posiciones del Ejército ucraniano. «Sentí que no se habían olvidado de nosotros». La noche del 10 de noviembre las explosiones se volvieron mucho más fuertes. Estábamos muy cansados porque los últimos meses habíamos vivido sin electricidad y sin calefacción y ya rondábamos los 11 grados».
Al día siguiente, un vecino le contó que Jersón había sido liberada, pero ella fue cauta, pensó que era algún tipo de estrategia para que los rusos supieran quiénes eran proucranianos. Cuando por fin fue seguro salir con niños, sin militares rusos apuntando, se vino hasta este centro en Mikolaiv con ellos.
Su vida aquí es muy ordenada. Les dan desayuno, comida y cena. Trabaja como maestra hasta las 14:00. Luego, cuando sus hijos terminan sus clases en línea (con sus antiguos profesores de Jersón que están repartidos por Ucrania y por el mundo), se van a pasear. «Exploramos la ciudad. La Cruz Roja nos propone un montón de actividades para hacer con niños, aunque muchas veces sólo salimos a andar».
Espera poder celebrar el año nuevo en Jersón, pero tiene claro que hasta que no sea seguro no se irá. «No quiero que mis hijos vivan bajo los bombardeos, las explosiones, que experimenten otra vez las atrocidades de la guerra. Aquí al menos pueden ser niños, se preserva esa sensación de infancia».
Fuente: larazon.es