Por Stefano Lodigiani
Roma (Agencia Fides) – “¿Se podrá dar alguna vez una cifra exacta de las masacres, de los heridos, de los refugiados, de los huérfanos que el drama de Ruanda ha sembrado en el suelo africano? Las dimensiones son las de una gran tragedia, pero no es incalculable sólo el número de víctimas. Es inquietante preguntarse hasta dónde y, sobre todo, hasta cuándo estas semillas de violencia seguirán envenenando los caminos de una necesaria reconciliación”. Estas angustiosas preguntas fueron planteadas por el Cardenal Jozef Tomko, Prefecto de la entonces Congregación para la Evangelización de los Pueblos, en una intervención publicada por la Agencia Fides y el Osservatore Romano en junio de 1995, en el primer aniversario del asesinato del Arzobispo de Kigali, Vincent Nsengiyumva, y de los obispos Thaddee Nsengiyumva de Kabgayi, y Joseph Ruzindana, de Byumba, asesinados el 5 de junio de 1994, junto con diez sacerdotes que les acompañaban en su visita a las poblaciones devastadas por la violencia asesina. Sus nombres se añaden a la larga lista de sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas, novicios, agentes pastorales asesinados en este país africano.
Desde el 6 de abril de 1994, cuando el avión en el que viajaban los Presidentes de Ruanda y Burundi fue derribado por un misil en el cielo de la capital ruandesa, Kigali, hasta el 16 de julio de 1994, según la connotación cronológica aceptada, tuvo lugar en Ruanda el genocidio de los tutsis y de los hutus moderados. El motivo fundamental fue el odio racial hacia la minoría tutsi, que constituía la élite social y cultural del país. Las cifras oficiales publicadas en su momento por el gobierno ruandés hablan de 1.174.000 personas que perdieron la vida en 100 días, asesinadas con machetes, hachas, lanzas y garrotes. Otras fuentes citan un millón de muertos. El exterminio terminó, al menos oficialmente, en julio de 1994 con la victoria militar del Frente Patriótico Ruandés, sobre las fuerzas gubernamentales, expresión de la diáspora tutsi. Sin embargo, el rastro de violencia y venganza racial continuó durante mucho tiempo.
El cardenal Tomko, en su discurso del año después de la tragedia, hablaba de “más de dos millones de personas, es decir, casi un tercio de la población, actualmente fuera de las fronteras del país. Los refugiados hacinados en campos -sobre todo en Zaire (actual República Democrática del Congo)- son la imagen de un drama doble: el de los derechos y la dignidad negados, y el de una nación mutilada”. El Prefecto del Dicasterio Misionero se refirió seguidamente a la reconciliación como “la única posibilidad de salvación, el nombre de la esperanza a la que todos los hombres tienen derecho. Y en una perspectiva de esta naturaleza, emerge plenamente el vasto cometido que le corresponde a la Iglesia”.
“Una aportación peculiar en este sentido proviene de la labor de los misioneros, considerados entre los pocos actores que están por encima de las partes en la tragedia que ensangrienta el país, capaces de llevar a cabo el proceso de pacificación sin cejar en su empeño”, continuaba destacando el cardenal Tomko. Pocos meses después de la masacre, más de sesenta se habían reintegrado en sus anteriores lugares de apostolado, “en medio de poblaciones agotadas por el hambre, las heridas y las enfermedades”, además de dedicarse a establecer vínculos entre los refugiados de los países vecinos y las autoridades ruandesas para garantizar su regreso seguro y digno a casa.
En la red de reconciliación tejida por la Iglesia, una segunda contribución fundamental corresponde a los seminarios, cuya vida es particularmente floreciente en Ruanda. En torno a la Iglesia local, por tanto, “son muchos los que se movilizan para aligerar la carga que ésta tiene que llevar. La solidaridad y la ayuda espiritual, moral y de otro tipo que se le presta son un excelente signo de esa universalidad ya mencionada en los Hechos de los Apóstoles”.
En el primer aniversario “de la horrible tragedia ruandesa”, los miembros de la Conferencia Episcopal de Ruanda publicaron “un mensaje de solidaridad y consuelo” a todo el pueblo ruandés, con fecha 30 de marzo de 1995. “La Iglesia católica de Ruanda, así como todo el país, se ha visto probada por la pérdida de un gran número de sus hijos. Comparte el dolor de todos aquellos que se han visto afectados por todo tipo de desgracias: padres cuyos hijos les han sido arrebatados para ser asesinados, huérfanos, viudas, heridos, minusválidos, desplazados, refugiados en campos, traumatizados; en una palabra, todos aquellos que se han visto abocados al horror en todas sus formas. La Iglesia comparte el sufrimiento de todos ellos: hace suyas sus lágrimas, su dolor, sus lamentos y sus súplicas, en la medida de sus posibilidades les acompaña en sus diferentes situaciones”.
Un año después de las masacres, los obispos ruandeses pidieron una sepultura digna para todas las víctimas de la guerra, declarándose favorables a “la erección de signos conmemorativos en memoria de los difuntos”. Como siempre, “la Iglesia sigue rezando por los fallecidos”, aseguraron, invitando a todo el mundo “a movilizarse por una sepultura digna de los restos de las víctimas que aún se encuentran en los colinas… Pedimos con insistencia que las ceremonias de inhumación de los restos de las víctimas de la tragedia ruandesa estén libres de todos aquellos gestos y palabras que provocaron y agravaron el conflicto”.
En la conclusión del mensaje, los obispos reiteraban su “condena y desaprobación de las masacres y el genocidio que han marcado el año transcurrido”, y a continuación exhortaban “a todos los que aman la paz a obstaculizar y combatir cualquier proyecto que pueda conducir a la repetición de una tragedia semejante. Esta es una ley absoluta de Dios: cada uno quiere que su vida sea respetada, cada uno por tanto debe respetar la vida de los demás y actuar en consecuencia”.
El Vía Crucis del pueblo ruandés vivido en el corazón de la Iglesia
La tragedia vivida por el pueblo ruandés coincidió con un acontecimiento histórico para la Iglesia en el continente, que debería haberla llenado de alegría y esperanza: la Primera Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos, sobre el tema “La Iglesia en África y su misión evangelizadora hacia el año 2000: ‘Seréis mis testigos’ (Hch 1,8)”. Este Sínodo, convocado por el Santo Padre Juan Pablo II en 1989, se celebró en el Vaticano del 10 de abril al 8 de mayo de 1994, en el marco de los Sínodos continentales sobre el tema de la evangelización en preparación del Gran Jubileo del Año 2000. El eco de los trágicos acontecimientos que ensangrentaron Ruanda retumbó y se amplificó de manera especial en el corazón de la cristiandad, donde los representantes de los obispos de todo el continente africano se reunieron en torno al Sucesor de Pedro, que no cesó de invocar la reconciliación y la paz.
El 9 de abril de 1994, en un primer mensaje dirigido a la comunidad católica de Ruanda, el Papa Juan Pablo II rogaba “no ceder a sentimientos de odio y venganza, sino practicar con valentía el diálogo y el perdón”. “En esta trágica etapa de la vida de vuestra nación -escribía el Papa- sed todos constructores de amor y de paz”.
En la solemne misa de apertura de la Asamblea especial del Sínodo de los Obispos para África, celebrada en San Pedro el domingo 10 de abril de 1994, en la que obviamente no participaron los Obispos de Ruanda, el Papa expresó su profunda preocupación por el país africano, “atormentado por tensiones de antigua data y luchas sangrientas”. Durante su homilía, recordó en particular “al pueblo y a la Iglesia ruandeses, probados en estos días por una tragedia impresionante, ligada también al dramático asesinato de los Presidentes de Ruanda y Burundi. Con vosotros, Obispos, comparto el sufrimiento ante esta nueva ola catastrófica de violencia y muerte que, arrasando este querido país, ha hecho correr en proporciones impresionantes la sangre de sacerdotes, religiosas y catequistas, víctimas de un odio absurdo”. Hablando en nombre de los 315 participantes en el Sínodo, y “en comunión espiritual con los obispos de Ruanda que no han podido estar hoy aquí con nosotros”, el Pontífice lanzó un llamamiento para detener la violencia. “Con vosotros levanto mi voz para decir a todos: ¡Basta ya de tanta violencia! ¡Basta de tragedias! Basta de masacres fratricidas!”.
Ese mismo domingo, tras el rezo del Regina Coeli, el Papa Juan Pablo II llamó la atención sobre el país africano: “Las trágicas noticias de Ruanda suscitan un gran sufrimiento en el corazón de todos nosotros. Un nuevo drama indecible, el asesinato de los Jefes de Estado de Ruanda y Burundi y de su séquito; el Jefe del Gobierno ruandés y su familia, masacrados; sacerdotes, religiosos y religiosas asesinados. Por todas partes odio, venganza, sangre fraterna derramada. En nombre de Cristo, os lo ruego, ¡deponed las armas! No hagáis vano el precio de la Redención, ¡abrid vuestros corazones al imperativo de paz del Resucitado! Hago un llamamiento a todos los responsables, incluidos los de la comunidad internacional, para que no desistan de buscar todos los medios para frenar tanta destrucción y muerte”.
Los trabajos del Sínodo para África, el primero en la historia de la Iglesia, estuvieron inevitablemente marcados no sólo por el estudio y el debate recogidos en el Instrumentum laboris, sino también por las trágicas noticias procedentes de Ruanda. El 14 de abril, el Santo Padre celebró la Santa Misa “por el pueblo de Ruanda” y los miembros del Sínodo hicieron un “llamamiento urgente” a la reconciliación y a las negociaciones de paz. En el mensaje, firmado en nombre de todos por los tres Presidentes Delegados del Sínodo (los cardenales Francis Arinze, Presidente del Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso; Christian Wiyghan Tumi, arzobispo de Garoua, Camerún, y Paulos Tzadua, arzobispo de Addis Abeba, Etiopía), los Padres sinodales se declararon “profundamente entristecidos por los trágicos acontecimientos” e hicieron un llamamiento “a todos los implicados en este conflicto para que silencien sus armas y pongan fin a las atrocidades y matanzas”. Pidieron a los ruandeses que “caminen juntos y resuelvan sus problemas mediante el debate”, y a las personas y organizaciones de dentro y fuera de África que “utilicen su influencia para lograr el perdón, la reconciliación y la paz en toda Ruanda”.
Este llamamiento de la Asamblea sinodal se redactó en respuesta a la carta enviada por los obispos ruandeses, impedidos de asistir al Sínodo por la trágica situación de su país. En la carta, leída por el Secretario General del Sínodo, el cardenal Jan Pieter Schotte, CICM, los obispos ruandeses deploraban y repudiaban “la violencia asesina que se está perpetrando en el país”, “pidiendo solidaridad y oraciones, y esperando que las partes antagónicas entablen negociaciones de paz”.
En el largo Mensaje final del Sínodo, publicado el 6 de mayo de 1994, se subrayaba la realidad de un “Sínodo de resurrección, Sínodo de esperanza”. En un momento de la historia en que “tantos odios fratricidas desgarran a nuestros pueblos”, los obispos que habían participado en el Sínodo quisieron pronunciar “una palabra de esperanza y de consuelo”. “Una gran parte del territorio del continente africano está siendo pasada a cuchillo – escribían-, el grito de los pueblos de Ruanda, Sudán, Angola, Liberia, Sierra Leona, Somalia y la región central de África atraviesa nuestros corazones”. Tras rendir homenaje al heroico esfuerzo realizado por los misioneros de varias generaciones, el Mensaje declaraba el comienzo de una nueva etapa en la historia de la evangelización del continente africano. “En acción de gracias por el don de la fe recibida, animados por una gran alegría, nos dirigimos hacia el año 2000 que se vislumbra en el horizonte -escribían al final del Mensaje- llenos de esperanza y decididos a compartir la Buena Nueva de la salvación en Jesucristo”.
El domingo 15 de mayo de 1994, el Santo Padre recitó la oración del Regina Coeli desde el hospital Gemelli, donde estaba hospitalizado tras una caída, y recordó una vez más la agonía del pueblo ruandés: “Siento el deber de evocar, también hoy, la violencia de la que es víctima el pueblo de Ruanda. Es un verdadero genocidio, del que desgraciadamente los católicos son también responsables. Día tras día estoy cerca de este pueblo en agonía, y quisiera una vez más hacer un llamamiento a la conciencia de todos los que planean estas masacres y las llevan a cabo. Están llevando al país hacia el abismo. Todos tendrán que responder de sus crímenes ante la historia y, en primer lugar, ante Dios. ¡No más derramamiento de sangre! Dios aguarda de todos los ruandeses, con la ayuda de los países amigos, el coraje del perdón y de la fraternidad”.
La Unión de Superiores Generales, al término de la asamblea celebrada del 25 al 28 de mayo de 1994 en Ariccia, cerca de Roma, emitió un mensaje en el que los Superiores se mostraban “muy preocupados por la situación de nuestros hermanos en Ruanda y por aquellos que sufren la agonía de una ausencia forzada de su amado país”. “Esta crisis, que ha afligido al pueblo, toca también profundamente la vida de la Iglesia”, subrayaba el texto, expresando su solidaridad con el pueblo, la Iglesia y sus Pastores, así como con todos los hermanos, religiosos y religiosas del país africano. “Aunque la violencia nos entristece, también nos alegramos por los numerosos actos de heroísmo, valor y testimonio cristiano manifestados por muchas personas y nuestros numerosos hermanos. El testimonio y la sangre de los mártires serán sin duda la piedra angular de una nueva presencia cristiana en estos países”. Por ello, los Superiores Generales instaron a reflexionar sobre las causas de esta dramática situación y, al mismo tiempo, a actuar con decisión: “Cada uno de nosotros tiene un papel que desempeñar en estos momentos. Los esfuerzos para restablecer la paz y aliviar el sufrimiento de las víctimas de este conflicto requieren la participación activa de todos”.
Tras conocer la noticia del asesinato en Ruanda de 3 obispos y 20 sacerdotes y religiosos, el Papa Juan Pablo II envió, el 9 de junio de 1994, un nuevo Mensaje al pueblo ruandés en el que se declaraba “profundamente conmocionado por las noticias que me llegan de vuestra patria”. “La dramática situación que vive Ruanda a causa del terrible conflicto que la desgarra, me impulsa a implorar a Dios, Padre de misericordia, y a Cristo, que dio su vida por los hombres, que permitan la reconciliación de esta nación martirizada y acojan con bondad a las víctimas”. El Papa imploró a todo el pueblo de Ruanda y a los responsables de las naciones “que hagan inmediatamente todo lo posible para que se abran los caminos de la concordia y de la reconstrucción del país tan gravemente afectado… Pastores y fieles de Ruanda, pueblo ruandés, sabed que estoy cerca de vosotros cada día”.
Al término del Consistorio extraordinario de los días 13 y 14 de junio de 1994, los cardenales aprobaron por unanimidad un nuevo llamamiento en favor de Ruanda, en el que expresaban su angustia “por el indecible horror que está viviendo el pueblo ruandés”. “En nombre de Dios, suplicamos a todos los implicados en el conflicto que depongan las armas y se comprometan en la obra de la reconciliación… La gran tragedia de Ruanda pone de relieve la urgencia con la que las naciones del mundo deben clarificar en términos jurídicos las modalidades de la intervención humanitaria… La ausencia de tales normas jurídicas seguirá dejando impotentes a las naciones del mundo ante tragedias como la que ahora amenaza la vida de muchos inocentes en Ruanda”.
Por iniciativa de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos y con el consentimiento del Pontífice, el 15 de junio de 1994, en la Basílica Vaticana, el Cardenal Jozef Tomko, Prefecto del Dicasterio Misionero, presidió una Santa Misa “por la paz en Ruanda y en sufragio de las víctimas”. Concelebraron 39 cardenales, 24 arzobispos y obispos y 200 sacerdotes. Estaban presentes numerosos religiosos y religiosas, muchos de ellos de origen africano, así como una gran asamblea de fieles que se unieron a la oración. En su homilía, el Cardenal Tomko informó sobre la situación en Ruanda, que calificó de “apocalíptica”: “Cada día, nuevas noticias e imágenes inhumanas de horrendas masacres perpetradas por todos los bandos contra la población civil, incluidos ancianos, mujeres y niños, son transmitidas al mundo por la televisión, la radio y la prensa”. El cardenal recordó que la Iglesia ruandesa había visto morir a tres obispos y que otro se recuperaba de sus heridas en un país vecino. Ruanda también ha perdido el 25% de sus sacerdotes y cientos de religiosas, por no hablar de los fieles disgregados, las familias huidas o divididas y los dos millones de refugiados. “¡No más masacres! ¡No más derramamiento de sangre! La situación actual interpela a la conciencia de la humanidad sobre la responsabilidad de intervenir por motivos humanitarios”, exclamó con fuerza el cardenal, que en su conclusión invocó la reconciliación y el amor como “palabra clave y solución duradera a todo conflicto, y en particular al conflicto de Ruanda”.
Del 23 al 29 de junio de 1994, el Papa Juan Pablo II envió a Ruanda al Cardenal Roger Etchegaray, Presidente de los Consejos Pontificios “Justicia y Paz” y “Cor Unum”, en misión de solidaridad y paz. El Cardenal visitó las diócesis más castigadas por la guerra, los lugares de los obispos asesinados y se entrevistó, en distintas ocasiones, con el Presidente interino de la República y con el líder del Frente Patriótico Ruandés. A ambos les leyó un Mensaje dirigido a todo el pueblo ruandés: “Ahora, habiendo tocado el fondo del horror, ya no podéis ocultar nada de vuestra miseria. No os desaniméis, convertid vuestro corazón, aprovechad esta terrible lección de vuestra historia que es quizás vuestra última oportunidad para comprender hasta dónde debe llegar vuestra conversión… No basta con decir: quiero la paz, debéis hacer la paz aceptando pagar el precio que es muy alto en Ruanda… Después de tantas masacres nefastas incluso en vuestras iglesias, que se han convertido en lugares de masacre de inocentes, después de la destrucción de vuestras casas, de vuestras escuelas y de vuestros centros sociales, es vuestro corazón el que está cada vez más herido… He venido entre vosotros en nombre del Papa Juan Pablo II para consolar a una Iglesia debilitada, desintegrada, decapitada por el asesinato de tres obispos, numerosos sacerdotes, religiosos y religiosas… Un día veréis la justicia de la palabra que hace vivir a la Iglesia de siglo en siglo: ‘la sangre de los mártires es semilla de cristianos’. Pueblo ruandés, estáis llamados por Dios a comenzar una nueva página de vuestra historia, escrita por todos vuestros hermanos resplandecientes de perdón mutuo. Creednos, vuestro honor de cristianos y de hombres depende de ello”.
Del 2 al 4 de septiembre de 1994, los obispos ruandeses se reunieron en Butare para examinar, entre otros temas, la reanudación de las actividades en las parroquias y otros ámbitos del apostolado. En presencia de representantes de la Santa Sede en Ruanda y de delegados de las Iglesias de Burundi y de la República Democrática del Congo (entonces Zaire), que acogían a un gran número de refugiados huidos de Ruanda, los Obispos se reunieron con un representante del nuevo gobierno en Kigali, para pedir garantías de seguridad para los agentes pastorales, con vistas a la reanudación de su labor.
En un mensaje dirigido a los sacerdotes, religiosos y seminaristas que habían huido al extranjero para escapar de la tragedia vivida en las semanas anteriores, escribieron: “Conscientes del inmenso trabajo de reconstrucción moral y espiritual que nos espera en nuestro país, y teniendo en cuenta la evolución de la situación, os invitamos a regresar al país. Aunque las condiciones de seguridad no pueden garantizarse al cien por cien, tenemos la obligación moral de ser la mirada vigilante del pueblo para preservarlo de la arbitrariedad… Nuestra presencia es necesaria para volver a poner en pie a la Iglesia y permitirle desempeñar su insustituible papel de luz y levadura en la sociedad”.
Fuente: fides.org