Mientras Atenas endurece su discurso ante las posibles nuevas llegadas, miles de personas que entraron en el país en los últimos años languidecen en los campos lidiando con una burocracia hostil
MARIANGELA PAONE Malakasa (Grecia)
La espera de un futuro fuera del campo de Malakasa es tan larga que a alguien le ha dado tiempo para cultivar una pequeña huerta cerca de su contenedor. Hay otros que han sembrado plantas trepadoras para ganar algo de sombra a un improvisado porche y hay quien en el suyo ha montado un taller para arreglar bicicletas. En este campo a 40 kilómetros de Atenas, uno de los 28 que hay en la parte continental de Grecia, viven unas 1.900 personas, casi todos afganos (el 96%). El 43% son niños como los que se acercan a diario a ver a Sharif, que también arregla bicis al lado del contenedor blanco en el que vive junto a su mujer y su hija. Salieron hace tres años de Herat y esperan poder reunirse con su hijo en Suiza. Llevan año y medio en el campo. “Estuvimos los primeros nueve meses en una tienda y ahora llevamos nueve en este contenedor”, cuenta Nahid, la hija de Sharif, que también recuerda los primeros días en Atenas, cuando acabaron durmiendo al raso en la plaza Victoria, el epicentro de la comunidad afgana en la capital helena. Ni Nahid ni Sharif son los verdaderos nombres, ni lo son, para proteger su identidad, los de los otros refugiados que aparecen en este reportaje.
A la angustia por la larga espera se suma ahora el miedo por los familiares que se han quedado en Afganistán. Las noticias corren por mensajes de audio en WhatsApp, con imágenes y vídeos que llegan por los móviles y que, de repente, les convierten a ellos, que llevan meses y años en los campos, en los afortunados, los que sí lograron salir a tiempo de la engañosa promesa de un futuro mejor para Afganistán. En Grecia, a finales de junio, había unos 105.000 refugiados y solicitantes de asilo, y de ellos el 29% son afganos, según un cálculo de Acnur.
Sayed huyó en cuanto pudo. Tiene 22 años y él también dejó Herat hace dos: “Los talibanes exigían que luchara con ellos y me negué. Me tuvieron secuestrado 20 días hasta que mi familia pagó el equivalente de 5.000 euros y me liberaron. Y luego me fui”. Sayed no vive aquí. Ha venido a Malakasa a echar una mano para el reparto de alimentos de la ONG española SOS Refugiados que opera en Grecia desde 2015. Junto a los otros voluntarios, Sayed descarga de dos furgonetas decenas de bolsas de plástico azul con alimentos básicos. Hoy también reparten huevos y fruta fresca, algo inalcanzable para muchos aquí, como los que malviven en una de las pequeñas tiendas de campaña montadas dentro un almacén. Algunos ni están registrados. Según el último informe de la Organización Internacional para las Migraciones, en Malakasa había 703 personas no registradas a finales de julio.
En este almacén también hay quien, a pesar de haber obtenido el estatuto de refugiado y, por lo tanto, no tener derecho a estar en el campo, se encuentra varado aquí sin alternativas. Como la familia de Shakila, una chica de 16 años que comparte una pequeña carpa junto a su madre y sus dos hermanos de nueve y 15 años y su hermana de 17. Son originarios de Mazar-i-Sharif, en el norte de Afganistán, y llegaron hace tres años a la isla griega de Lesbos. Desde entonces Shakila no ha pisado un instituto. Su buen inglés lo debe a las clases que sigue online en YouTube por su cuenta. La madre sufre diabetes de tipo 1. Aunque ya hayan sido reconocidos como refugiados tienen que esperar el permiso de residencia.
El Gobierno griego ha reiterado en los últimos días que no está dispuesto a que el país sea la puerta de entrada a Europa para quien escapan del caos afgano, como pasó con la crisis de refugiados entre 2015 y 2016. Pocos días antes de que la situación en Afganistán se precipitara, Grecia, junto a Alemania, Bélgica, Dinamarca, Austria y Holanda, pidió a la Comisión Europea que no se pararan las deportaciones al país asiático.
El Ejecutivo de Kyriakos Mitsotakis aprobó un decreto el pasado junio que formalmente declara Turquía “país tercero seguro” para los refugiados procedentes de Siria, Afganistán, Somalia, Bangladés y Pakistán. “Esto en la práctica significa que el procedimiento para ellos no es ya para examinar si su petición de asilo es aceptable, sino para ratificar su inadmisibilidad, aplicando el criterio de que ya podían haber solicitado asilo en Turquía, país al que tendrían que volver”, explica Mouzourakis. Y esto a pesar de que Ankara no ha aceptado ninguna devolución desde marzo de 2020.
El abogado de RSA recuerda que entre las 13.864 solicitudes de ciudadanos afganos que a finales de junio seguían pendientes de ser examinadas, había más de 6.000 en las no se había realizado la primera entrevista y por tanto, eran susceptibles de ser examinadas bajo este nuevo marco. Es el caso de Noor que ha pasado ya más de dos de sus 20 años en Grecia. Su padre, su madre y su hermano menor, después de que la espera se alargara por la pandemia de la covid, tuvieron la primera entrevista en enero. A ella y a su hermana se las cancelaron y ahora su solicitud recae bajo el nuevo criterio. No sabe cuándo acabará la espera. Quiere ir a Alemania donde ya está su hermana mayor. “Pero ojalá pueda estudiar y algún día ir a Afganistán y ser útil allí”.